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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Fin de maniobra

EL PRESIDENTE de la Generalitat de Cataluña, Jordi Pujol, terminó ayer con la incertidumbre que él mismo había creado hace más de un año al anunciar la eventualidad de una interrupción de la legislatura catalana para celebrar elecciones anticipadas antes de la primavera de 1999. Las elecciones para el Parlamento catalán se celebrarán en otoño, dentro del calendario previsto -intercaladas entre las municipales y europeas de junio y las generales del año 2000- y no en marzo, como el propio Pujol decía preferir y había consensuado con Aznar.El anuncio termina con un baile de fechas del que sólo Pujol es responsable y que ha contaminado la vida política catalana inútilmente. Tan lejos han llegado sus fintas y cavilaciones en voz alta, que al final la incertidumbre se ha centrado sobre la fecha del anuncio de la fecha de disolución, el cuándo del cuándo. Esta cuestión ha envenenado en los últimos días y sin motivo alguno las tareas parlamentarias, pues Pujol vinculó el anuncio con la aprobación del presupuesto, ejerciendo así una presión espúrea sobre los parlamentarios para que dieran luz verde de una vez a las cuentas de 1999.

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El presidente catalán ha querido hacer valer la prerrogativa de la disolución, subrayada en la forma de anuncio elegida: una conferencia de prensa, súbitamente convocada en un día semivacacional, mientras el Parlamento catalán todavía debatía agriamente el presupuesto y su ley de acompañamiento y coincidiendo con otra comparecencia solemne suya, la del mensaje de Año Nuevo.

No sólo Aznar y el socio de Convergència, Unió Democràtica de Catalunya, ambos públicamente partidarios del calendario ayer descartado, quedan desairados con este rocambolesco anuncio. El propio Pujol no queda en muy buena posición. Pueden estar satisfechos, en cambio, las bases nacionalistas que preferían llegar a las municipales y europeas sin haber pasado por unas autonómicas que Convergència encara con perspectivas obligadamente a la baja. Las consecuencias para el calendario electoral posterior son muy serias y probablemente todavía difíciles de aquilatar.

Aznar sólo podrá avanzar las elecciones generales a otoño si está dispuesto a que coincidan o se solapen con las catalanas. Pujol sólo conseguirá que no caigan en las mismas fechas si da su apoyo al PP en los presupuestos del año 2000, pues, en caso contrario, proporcionará motivos objetivos para la disolución, al dejar en minoría al Gobierno. A menos que Aznar y Pujol hayan renovado su acuerdo sobre el calendario para celebrar las generales en junio, acumulándolas con las municipales, europeas y autonómicas, y las catalanas, en otoño.

La disolución anticipada de la anterior legislatura, en 1995, se debió, según Pujol, a la voluntad de evitar que el solapamiento con las generales mermara el carácter catalán de las elecciones y las convirtiera en parte de las españolas. Ayer insinuó, ante un peligro similar, un argumento insólito: son las elecciones españolas las que adquirirán en 1999 una tonalidad nacionalista gracias a la tregua de ETA. Y debe suponerse, gracias también al acuerdo de Lizarra y al pacto de Gobierno nacionalista en Euskadi. Este argumento, útil para su militancia nacionalista, no es un buen presagio sobre la moderación nacionalista de la que había hecho gala hasta ahora.

El comportamiento de Pujol en este vodevil sobre las elecciones es, en cambio, un buen augurio para la oposición, y especialmente para Pasqual Maragall, que ahora ve confirmado el acierto de su estrategia de evitar una definición programática súbita y una salida de carrera precipitada, tal como le aconsejaban precisamente sus adversarios. Ahora tendrá más tiempo para organizar su alternativa de centro-izquierda y para definirla en términos de programa electoral. La oposición exigía agotar la legislatura o, en caso contrario, una explicación suficiente: ayer obtuvo la anotación de su primer punto a favor.

Pujol hizo suyos todos los argumentos utilizados por los enemigos de la disolución: hay una mayoría parlamentaria suficiente, no hay crisis ni motivo alguno que obligue a renovar el mandato popular y la mayoría de los ciudadanos así lo prefiere, según revelan las encuestas. Pero también dejó caer que todavía no es posible la normalidad de muchos países en los que la disolución es un arma de uso normal no desacreditada. Está claro, por tanto, que se ha convencido, al fin, de que lo más favorable para sus intereses es el agotamiento de la legislatura y su solemne metamorfosis en una noticia, cuando nunca debiera haberlo sido. La maniobra ha terminado.

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