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Cuenta de Navidad

Vicente Molina Foix

Ayer vi a un hombre-bocadillo (juro que las dos mitades que le tapaban el cuerpo eran más de pistola o baguette que de la materia con que se hacen los sandwiches), ayer, como iba contando, un hombre anunciaba por la calle en sus dos rebanadas un servicio de teleasistentas por horas. Salía yo de unos almacenes que en estas fiestas ofrecen a sus clientes -previa reserva telefónica- menús precocinados para la familia, en competencia con las firmas de comida a distancia ya implantadas con éxito en la ciudad: telepizzas, telepollos, telebudas felices o, mi favorita por el momento, telearmenia, que sirve un restaurante de esa denominación culinaria situado al norte del barrio de Salamanca. Yo mismo, caí en la evidencia al cruzar un paso-cebra, si los responsables de Cultura de este periódico me llaman a casa, puedo producir en un tiempo razonable -y mandarla después- una columna de apoyo a la muerte súbita de un cineasta o un novelista. Las previsiones de Javier Echeverría en su libro Telépolis son válidas hasta para los teleles.Seguía recapacitando en estas cosas cuando vi de espaldas una cazadora publicitaria besando a una chica en el bulevar. Al principio pensé en alguna forma nueva de inocentada juvenil, o textil; ¿y si era, por el contrario, un chico-en-este-caso-sandwich desfogándose con su novia en el descanso del bocadillo? Al llegar a la altura del beso comprobé que se trataba de dos cuerpos completos y humanos, jovencísimos y ambos, además, agraciados (sería imperdonable en mi contexto decir "más buenos que el pan"). Desenganchados del todo los cuerpos les vi las caras, que eran de niño-bien, con lo cual llegué a la conclusión de que el muchacho fogoso exhibía gratuitamente en su espalda el anuncio de esa prenda de confección norteamericana.

Mi destino era ir de compras: los reyes, ayer dos sólo, una amiga y un amigo. Por escapar del tópico del perfume y el yugo de la corbata había decidido un paraguas para ella y una ropa interior inferior para él, y de ahí mi entrada en los almacenes, de los que salía -cuando lo del hombre-companage- indignado al ver que todos los paraguas, algunos muy bonitos, tenían en su tela las iniciales enormes del diseñador, y los calzoncillos de más prestigio todos el nombre completo del modisto marcado, ya iba a decir a fuego, en el elástico. "Pues nada" -me dije, reafirmado en mi indignación tras el incidente de la chupa exhibicionista- "que le den morcilla al consumismo frívolo. A Aurora un libro, y a Xavi un disco". Así llegué a un multi-espacio comercial lleno de libros y discos. El paisaje conocido me tranquilizó. Por poco tiempo. Al cabo de media hora de busca me encontraba mucho peor. Del libro más destacado del momento no pude leer el título; el ejemplar estaba envuelto en plástico, pero esa protección sin duda profiláctica la cubrían en fajas impúdicas la foto del autor, que maldita la falta, la cantidad de ejemplares vendidos, el número de la edición. Respecto al disco que me apetecía comprar algo por el estilo: tenía tantos premios diapasón y gramophone que las pegatinas no dejaban ver las piezas barrocas interpretadas.

Llegué a casa tan cansado, a pesar de las manos vacías, que me eché en el sofá y me dormí. Tuve un sueño. El poeta inglés Milton, ciego en los últimos y pobres años de la vejez, escribía en su cabeza por la noche los versos que a la mañana siguiente dicta a su hija. Como el gusano que produce orgánicamente, sin pensar en la mercancía, su seda. ¿Fue un sueño o se lo he leído a Carlos Marx?

Moraleja: ¿Somos lo que valemos? Ya no. Somos lo que costamos. Y colorín colorao, este cuento se ha acabao.

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