Lecciones amargas de una crisis
El autor reflexiona sobre las facilidades para los movimientos de capitales y sus efectos sobre los países emergentes
La crisis financiera reciente, como sus repercusiones sobre América Latina, no pueden verse aisladamente del escenario de globalización donde se ha producido.En la historia de la humanidad, no es ésta la primera vez que se produce una globalización. Primero fue la globalización de las espadas en manos de famosos megalómanos. Luego vino (aún sigue) la globalización religiosa, imponiendo, a golpe de autos de fe y mezquitas, a sangre y fuego, credos basados en el amor al prójimo. Podríamos incluir en esta enumeración la recesión global producida por el abandono del patrón oro en la primera mitad del presente siglo y, más recientemente, la crisis mundial originada por los problemas de deuda externa de los países menos desarrollados del mundo.
Ni la espada ni el crucifijo ni la rutilante moneda amarilla tienen nada que ver con la globalización de estos días, resultante de la metástasis angustiosa de los microchips, esas células de un complejo tejido electrónico que ha tendido redes por todo el mundo para comunicarnos y, de paso, atraparnos en ellas. Por estos puentes cibernéticos circulan hoy, con vertiginosa rapidez, cifras y conceptos, realidades abstractas, como las operaciones bursátiles y financieras que dieron al traste con la estabilidad de las economías de Asia. Ésta es una crisis de globalidad, una crisis virtual pero de consecuencias aplastantemente reales.
Como en el mito de la caverna de Platón, donde las imágenes de las cosas, las ideas, proyectadas sobre la pared oscura de la cueva, terminaron por confundirse con las cosas mismas, también en la crisis asiática la circulación de los flujos financieros a velocidades de vértigo por las autopistas informáticas sobrepasó los cambios de las economías reales que iban en contravía.
Si a este desfase metafísico le añadimos la circunstancia moral de una globalización sin normas, principios, jueces, ni límites, entenderemos que lo de Asia es el primer campanazo de lo que podría llegar a sucedernos si no le damos una racionalidad al proceso de globalización que nos tiene a todos más confundidos que unidos.
Un dato más en este análisis, corriendo el riesgo de ser tachado de pesimista.
Los protagonistas de esta crisis posapertura no fueron enajenados expansionistas o fundamentalistas, como antes, ni Estados improvidentes o ilegítimos, como en este siglo, no, fueron agentes privados de la economía, empresas transnacionales, bancos jugando a reyes midas, compañías calificadoras de riesgo, vendedores internacionales de capitales golondrinas, toda una fauna neoliberal de personajes que se aprovecharon de la falta de un gato vigilante para comerse el queso de las economías del sureste asiático.
Por estas razones, la crisis asiática, a diferencia de la mexicana con su efecto tequila, de la de la deuda externa en América Latina o la monetaria en Europa a comienzos de esta década, tiene un cuadro clínico distinto. Con razón dice el profesor Sachs, gran guru de la transición soviética, que a diferencia de los años veinte, cuando el desprendimiento del patrón oro causó profundas olas recesivas, concéntricas y profundas, la agitación de hoy se explica por un síndrome de incertidumbre producido por unos excesos no asimilados de liquidez que andan galopando por el mundo como potros salvajes en estampida; y como no existen reglas ni alguaciles, lo más probable es que, como consecuencia de este éxodo sorpresivo, la liquidez se quede en los corrales más seguros, dejando vacíos o maltrechos los de los países en desarrollo que, como siempre, son los que más sufren.
Frente a esta cruda realidad lo único que podría resultar más grave que la enfermedad es una equivocación en el remedio que utilicemos para corregirla.
Los planes de ajuste y contracción, al viejo estilo del Fondo Monetario, pueden resultar contraproducentes y hasta suicidas. Obligar a las economías amenazadas a defender sus tasas de cambio más allá de los límites razonables de sus reservas internacionales de divisas, forzarlas a recortes excesivos en su gasto público o social o de infraestructura, determinantes de su competitividad, podría convertirse en un paso hacia el abismo.
Ahorro, inversión, gasto anticíclico, trampas de liquidez; no ignoro el profundo sabor keynesianista de esta receta y la inquietud que semejante formulación puede producir en los círculos desacreditados del neoliberalismo, pero la realidad es que de esta crisis, especialmente en América Latina, no saldremos con más choques recesivos, cuando lo que está en juego es un problema serio de expectativas.
Por demasiado pragmáticos y temerarios dejamos en las manos poco sabias y poco sensibles de los mercados la corrección de todos los desequilibrios, incluido el más viejo de ellos y el más bíblico, el desequilibrio entre pobres y ricos, empobreciendo a los más pobres, acabando las economías campesinas y destruyendo empleos productivos en las pequeñas industrias. Corregir los costos sociales de la liberalización económica no es volver al pasado, es hacer justicia y repartir más equitativamente el derecho al futuro que algunos audaces se reservan para sí mismos.
Algo más grave, hoy nos damos cuenta de que en ausencia de regulaciones estatales el juego de las expectativas de inversión puede convertirse, como en Asia, en una peligrosa y costosa aventura.
Fueron precisamente los organismos monetarios internacionales quienes amamantaron a los cachorros asiáticos hasta convertirlos en los tigres de la economía. Cuántas veces no escuché, como presidente de Colombia -como la profesora señala al superdotado del curso como escarmiento positivo ante sus alumnos- que los acuciosos funcionarios de los organismos internacionales nos recomendaban, casi nos exigían, seguir el ejemplo de los tigres: los tigres sí se abrieron, los tigres sí compiten, los tigres van para arriba. Sin desconocer muchos ingredientes sanos de la paella asiática -como el énfasis en la educación, la inversión en tecnología o los espectaculares progresos en materia de infraestructura-, lo cierto es que estos modelos entraron en crisis, entre otros factores, por haber tomado medidas que en su momento les recomendaron quienes hoy se han convertido en sus más implacables críticos.
Con una moraleja democrática que es particularmente válida en el contexto latinoamericano. Algunos, en medio de la euforia asiática, llegamos a pensar que una de las condiciones del éxito del nuevo modelo era la presencia de Gobiernos autoritarios para aplicar, a sangre y fuego, las medidas. Ahora ya sabemos que la existencia de un entorno democrático es requisito indispensable, para consolidar en el largo plazo un modelo de apertura. En un sentido amplio, este escenario democrático para la globalidad implica la existencia de controles sociales para corregir los excesos del mercado, la posibilidad de que los Gobiernos, con sus sociedades civiles, definan las reglas de inserción de su economía en el mundo y el margen político necesario para llevar a cabo inversiones que legitimen el proyecto liberalizador y compensen su impacto sobre los estratos menos favorecidos.
La crisis también nos enseñó cómo es de cierto el refrán según el cual más vale prevenir que lamentar. Acostumbrados a manejar sólo las crisis, nos quedamos siempre en la estación de bomberos esperando a que nos llamen para apagar el incendio en vez de prevenirlo. Esta mentalidad de pirómanos pasivos nos ha impedido desarrollar esquemas para manejar bonanzas y evitar desarrollos críticos. Lo que hubo en Asia fue un exceso de crecimiento financiado improvidentemente que hubiera podido evitarse con la definición de unas reglas mínimas en relación con la variación de la tasa de cambio, los límites al financiamiento externo y el nivel de riesgos y garantías de los sistemas bancarios domésticos.
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