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Dictador sin sable XAVIER BRU DE SALA

Fue Pere Quart quien se lo dijo: "Dictador amb seny i sense sabre / Mestre Fabra". Ni con esas palabras ni releyendo el encendido elogio de Vicens Vives a la ingente labor de los noucentistes -constructores de una cultura moderna de primer orden y casi de un país-, es posible hacerse una idea del milagro Fabra. Muchos parecen haber olvidado que la obra de Pompeu Fabra se inició en la revista Avenç, durante el Modernismo, época de enorme creatividad pero de lengua todavía balbuceante. Cuando, a primeros de siglo, la intelectualidad catalana aceptó e impuso el retorno al orden -el famoso Noucentisme no es otra cosa-, las propuestas que Fabra había elaborado en el banco de pruebas de la revista empezaron a convertirse en normativa general. Sólo Fabra era capaz de vencer a la anarquía con normas aceptables. No sólo consiguió ser aceptado. Mucho más que eso, se las compuso para que el encarcarament, la artificiosidad diletante que Pla detectó en la lengua de los noucentistes, no afectara a la labor de fijación y normativización. Fabra había captado lo que era, lo que es el catalán, lo había estudiado muchísimo más a fondo que cualquiera de los escritores de su época o posteriores, y logró fijar la exactitud de su percepción en una ortografía, una gramática y un diccionario de honda sabiduría, con una proporción irrisoria de fallos. Los que han comprendido la inmensidad de la obra fabriana saben que, hoy y en el futuro, pretender escribir en un catalán algo más que funcional sin haberse empapado de la cocina de Fabra que son las Converses filològiques, equivale a contar con enormes posibilidades de pisotear el idioma, y a uno mismo, que una cosa va con la otra. Fabra sale pues de la libertad modernista, se impone gracias al autoritarismo constructivo noucentista y lo sobrepasa dejando al catalán bien orientado, en perfecto estado de salud, convertido su gusto en el gusto de todos. O casi. Poco después de morir el maestro, Carles Riba, a la sazón presidente de la Filològica, puso en el prólogo de la segunda edición del diccionario una sonora reticencia que no venía a cuento: Fabra no sabía literatura. Riba, el más profundo poeta catalán del siglo, pero también escritor de incierto oído idiomático, no congeniaba con la clara ductilidad que Fabra había proporcionado al catalán. Sus sucesores en el Institut tampoco. Fabra continúa en Coromines, adorador literal de la lengua de Pla y enemigo jurado del oficialismo que iba empobreciendo las posibilidades del idioma a lo largo del franquismo. La reconciliación todavía no se ha producido y hoy imperan los tecnócratas de la lengua sobre las personas con sentido del idioma, como el profesor Joan Solà. El mejor homenaje a Fabra es reconocerle la primacía, darse cuenta de que apartase de sus parámetros es un gravísimo error y rectificar. La eminencia del catalán, que está en peligro, no es posible sin obedecer al dictador sin sable, al garante de la libertad.

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