¿Crimen político?
En esta semana pasada han coincidido en los televisores las imágenes de dos familias alguno de cuyos miembros ha desaparecido como consecuencia de un acto de violencia inesperado. Algunos de los miembros de la familia de Carrero Blanco siguen preguntándose acerca de posibles colaboraciones inimaginables en la muerte del almirante. El dolor explica lo que la razón no justifica: mientras que no aparezca una evidencia clara y precisa, suficientemente contrastada, no hay razones para pensar que nadie más que ETA asesinara al primer presidente del Gobierno de Franco. Puede pensarse que la reacción ante la muerte del joven entusiasta de la Real Sociedad pertenece a idéntico género. De entrada hay que constatar la sorpresa que las declaraciones de su familia pueden haber causado al espectador. Parecía tratarse de un simple acto de barbarie urbana, una de esas bestias que deambulan por las secciones de sucesos de los periódicos. Pero la noticia del crimen ha oscilado desde esa sección a la de nacional y la de deportes como si los redactores titubearan sobre su ubicación.Luego hemos visto las imágenes televisivas de unos hinchas enarbolando signos nazis, más interesados en levantar el brazo, gritar y mantener escaramuzas con las fuerzas de orden público que en cuanto sucedía en el campo. En muchos países -que han tenido la amargura de sufrir lo que esos símbolos significan- el sólo hecho de llevarlos sería un delito. También lo sería afirmar que el holocausto judío es una invención. En España, en cambio, ha habido quienes mostraban una preocupada sensibilidad por la condena de un librero nazi y, al tiempo, consideraban incongruente e impropia la demanda de extradición interpuesta por el juez Garzón (el inevitable Camp-many, claro). Este tipo de condescendencias se pagan y son más graves que las tolerancias hacia presidentes de club bocazas. Pero, sobre todo, la imagen estremecedora de una familia a cuya espalda figura una ikurriña con un crespón -a nadie en Madrid se le ocurriría una escenografìa así- afirmando que si Aitor no hubiera muerto otro vasco habría seguido la misma suerte exige una reflexión detenida. La merece de forma especial la alusión al "caldo de cultivo" que ha favorecido esta irreparable pérdida.
A los veinte años de la Constitución hay algo que ha cambiado en España, y es el modo de convivencia entre sus distintas comunidades culturales. En un libro colectivo de reciente aparición, el sociólogo José Ignacio Wert describe el estereotipo de los catalanes para el resto de los españoles: el 36% los considera tacaños, y ése es el atributo que más frecuentemente aparece cuando en 1979 figuraba en el octavo lugar. En esta fecha a la catalanes se les juzgaba principalmente como prácticos, trabajadores y emprendedores. Hoy se les considera interesados tan sólo en motivaciones económicas y apegados a lo propio. Dos de cada tres andaluces no tienen el menor reparo en afirmar que no les gustaría trabajar con catalanes. Casi uno de cada cinco españoles juzga, al tiempo, que Cataluña es un lugar envidiable, beneficiada de un trato preferencial. Cuando la opinión ilustrada da por supuesto que los pactos entre nacionalistas y no nacionalistas han sido -y son- buenos, sólo uno de cada tres españoles ratifica esta opinión. La imagen de Pujol se ha derrumbado hasta el abismo y futuras generaciones utilizarán a Arzalluz como sustitutivo del "coco" para inculcar la disciplina a los tiernos infantes. Porque, aunque en menor grado -pues los vascos evocan el terrorismo, pero son menos- algo parecido sucede con esa otra nacionalidad histórica. Para solucionar un problema no hay como empezar por describirlo correctamente. Ese "caldo de cultivo" al que alude la familia Zabaleta existe y aún es más grave de lo que ella presupone porque no existe tan sólo en medios "ultras", sino en la sociedad en su conjunto. Nuestra convivencia se ha deteriorado de forma grave y eso envenena la vida cotidiana. A la clase dirigente -política, intelectual y mediática-, que ha contribuido a esta situación, le corresponde reaccionar contra ella. Sólo así evitará la muerte de otro Aitor Zabaleta.
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