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Tribuna:
Tribuna
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La antesala de la barbarie

Que el obispo Setién escriba que "no es conforme a la verdad pretender invalidar la afirmación de derechos colectivos de los pueblos diciendo que son solamente las personas individuales las auténticas portadoras de los derechos", me da exactamente igual. Hace tiempo que dejé de preocuparme por lo que el obispo Setién dice o deja de decir.Lo que no me da igual es que Fernando Savater (Decisión en el ámbito vasco, EL PAÍS del 6 de diciembre) apostille dichas palabras de la siguiente manera: "Nadie dice que sólo las personas individuales sean auténticas portadoras de derechos, sino que sólo las personas individuales son auténticas portadoras de derechos humanos y que tales derechos son más básicos que los derechos colectivos".

Creo saber qué es lo que Fernando Savater ha querido decir y, si es así, estoy de acuerdo con él. Pero lo que realmente ha dicho es un disparate. Por eso me he decidido a escribir este artículo. La confusión sobre la titularidad de los derechos empieza a ser alarmante. Sobre todo porque es una cuestión decisiva para la organización pacífica de la convivencia siempre y en particular cuando existen tensiones nacionalistas.

Los sujetos de una relación jurídica sólo pueden ser los individuos. La individualidad de los sujetos es condición necesaria de toda relación jurídica. No es condición suficiente, porque el derecho no exige solamente relaciones entre individuos, sino relaciones entre individuos que tienen y se reconocen recíprocamente voluntad propia. Lo determinante para calificar a una relación como jurídica no son las personas físicas que se relacionan, sino las voluntades de las que dichas personas son portadoras. La relación entre el amo y el esclavo es una relación entre dos seres humanos, pero no es una relación jurídica. Para que exista una relación jurídica es necesario que exista un acuerdo de voluntades.

Por eso la inmensa mayoría de los seres humanos durante la mayor parte de la presencia humana en el planeta no han sido sujetos de relaciones jurídicas. Y por eso, también, hablar de derechos humanos carece de sentido. El derecho no puede ser nada más que humano, porque empieza y termina con la voluntad, es decir, con aquello que distingue a los seres humanos de los demás individuos del reino animal.

Justamente porque la voluntad es lo determinante, es por lo que los derechos colectivos no pueden existir. La voluntad colectiva no existe ni puede existir. La voluntad es patrimonio exclusivo del individuo. Y no hay manera de pasar de la voluntad o, mejor dicho, de las voluntades individuales a la voluntad colectiva.

Es verdad que no solamente las personas físicas son sujetos de las relaciones jurídicas. También lo son las personas jurídicas, es decir, los entes que creamos los seres humanos en el ejercicio de nuestros derechos individuales, con la finalidad de superar las limitaciones que nuestra individualidad física nos impone.

Pero, desde el punto de vista de la relación jurídica, la persona jurídica es tan individuo como la persona física. La persona jurídica, exactamente igual que la persona física, es portadora de una voluntad individual. Se trata de una voluntad individual que puede ser manifestada por un órgano unipersonal o por un órgano colegiado y que, en consecuencia, se constituye individual o colegiadamente. Pero se constituya de una o de otra manera, la voluntad es siempre individual y nunca colectiva. Se trata, además, de una voluntad que puede afectar a una inmensa multitud de personas de manera prácticamente idéntica. Pero ello no convierte a dicha voluntad en colectiva ni a los afectados por ella en titulares colectivos de ningún derecho.

En esa radical individualidad de los sujetos de la relación jurídica descansa el ordenamiento jurídico de todos los Estados democráticos sin excepción. Sin esa premisa, la convivencia democrática no es técnicamente organizable. Admitir la titularidad colectiva de los derechos supone sencillamente la negación de nuestro sistema de convivencia. Ésta es una regla que no admite excepción. La única desviación, que no excepción, que los ordenamientos democráticos admiten son los convenios colectivos que regulan las relaciones entre empresarios y trabajadores. Y la admiten previa intervención del legislador. Los convenios colectivos, precisamente por su carácter colectivo, no pueden incorporarse al ordenamiento jurídico como consecuencia única y exclusivamente de la autonomía de la voluntad de las partes, sino que exigen la participación del representante democráticamente elegido de toda la sociedad. Los contratos se perfeccionan por el consentimiento y el consentimiento solamente puede ser individual. No hay consentimiento colectivo. De ahí que la fuerza vinculante del convenio colectivo no provenga de la manifestación de voluntad de las partes, sino de la voluntad del legislador. La voluntad de los representantes de los empresarios y trabajadores que han pactado el convenio colectivo no puede sustituir el consentimiento individualizado de cada empresario y trabajador. Jurídicamente, esto sólo puede hacerlo la ley, la voluntad general. Y además, ni los empresarios ni los trabajadores se convierten en titulares colectivos de derechos como consecuencia de la firma de un convenio. Continúan siendo titulares estrictamente individuales de derechos. Por eso digo que es una desviación, pero no una excepción al principio de la individualidad de los sujetos de la relación jurídica.

Dicho en pocas palabras: si no hay voluntades individuales recíprocamente reconocidas como tales, no hay derecho. Y a la inversa: si hay voluntades individuales, no puede no haber derecho. De ahí que las relaciones jurídicas hayan sido excepcionales en la historia de la convivencia humana antes de la imposición del Estado constitucional y se hayan convertido, por el contrario, en la forma general de manifestación de las relaciones entre los seres humanos desde entonces. La sociedad en la que vivimos es una cadena ininterrumpida de relaciones jurídicas. Por eso, cuando Michelet se interroga en el prólogo a la primera edición de su Histoire de la Revolution Française sobre cuál es la aportación de la Revolución a la historia de la Humanidad, conteste sin dudar que el Derecho.

Y es así, porque en el Estado constitucional todos los individuos somos portadores de voluntad propia y, en consecuencia, únicamente podemos relacionarnos jurídicamente. Y lo somos porque todos participamos por igual en la formación de la voluntad general.

El punto de referencia de las voluntades individuales, indispensable para que el derecho exista como categoría general, no es la voluntad colectiva, sino la voluntad general. Por eso Rousseau es Rousseau.

Sin la voluntad general, las voluntades individuales pueden existir de manera excepcional, pero no de forma general. La voluntad general es simultáneamente el presupuesto y el resultado de las voluntades individuales. Es el presupuesto, porque somos ciudadanos, es decir, personas titulares de derechos en condiciones de igualdad, única y exclusivamente en la medida en que participamos por igual en la formación de la voluntad general. Es el único momento en la vida del ser humano en el que todos los individuos somos exactamente iguales. En el proceso de formación de la voluntad general se produce la cancelación de nuestra individualidad. Todos, sin excepción, nos transformamos en fracciones anónimas de un cuerpo electoral único que pronuncia la voluntad general. Pero la voluntad general es también el resultado de las voluntades individuales. La voluntad general, a diferencia de la voluntad colectiva, no sólo no suprime sino que exige las voluntades individuales. La voluntad general posibilita que todos los individuos sean ciudadanos y que tengan, por tanto, voluntad propia. Y se constituye y reconstituye periódicamente en un proceso que, en principio, no tiene fin a través de las manifestaciones de voluntad individuales de los ciudadanos en condiciones de estricta igualdad. Por eso es una voluntad jurídicamente organizable y racionalmente controlable. Sin la pareja voluntad general/ voluntades individuales, el sistema político y el ordenamiento jurídico de la democracia no son intelectualmente pensables ni técnicamente organizables. Esto es lo que está detrás de la prédica de los derechos colectivos. Cuando se habla de derechos colectivos, no se está hablando de derechos. Se está hablando de la constitución de una voluntad general exclusivamente vasca que sea el punto de referencia de las voluntades individuales de los ciudadanos que viven en el País Vasco. Esto es lo que significa el "ámbito vasco de decisión". Comporta, en consecuencia, la negación, para los vascos, de la voluntad general constituida por el pueblo español.

Esta pretensión es en sí misma perfectamente legítima. Reclamar una voluntad general vasca independiente de la voluntad general española es legítimo. De la misma manera que lo han pretendido y pueden pretenderlo los independentistas de Quebec. Lo que resulta perverso es su reivindicación a través de los derechos colectivos. Pues los derechos colectivos no pueden conducir nunca a la voluntad general sino a todo lo contrario. Suponen la negación de la voluntad general y, por tanto, de las voluntades individuales. La voluntad colectiva del pueblo, a diferencia de la voluntad general, se constituye de una manera mística, no racionalmente controlable. Y se constituye además negando radicalmente la posición de aquellos a quienes no se considera que integra el colectivo, el pueblo, cuyos derechos están siendo reivindicados. Es la solución serbia, croata, ejemplificada de manera especialmente significativa en Bosnia-Herzegovina.

Este tipo de solución es el que está empezando a prefigurarse con el Pacto de Lizarra, con la formación exclusivamente nacionalista del Gobierno vasco y con el proyecto de la Asamblea de Municipios para después de las próximas elecciones municipales. La democracia es una organización de individuos, de ciudadanos y no de los entes territoriales en que éstos se integran. Solamente la voluntad que se constituye a partir de las manifestaciones de las voluntades individuales en condiciones de estricta igualdad puede ser considerada democrática. La sustitución de una voluntad constituida de esta manera por una voluntad territorial no es una pretensión democrática, sino todo lo contrario.

Esto, insisto, es lo que está detrás de los derechos colectivos. Por eso creo que la confusión sobre la titularidad de los derechos es alarmante. Los derechos colectivos, jurídicamente, son un disparate. Políticamente, son la antesala de la barbarie.

Javier Pérez Royo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.

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