El buen samaritano y el mercado
La Iglesia católica tiene una larga tradición antiliberal y en sus actitudes ante el mercado predomina la hostilidad. Sólo en tiempos muy recientes, gracias a Juan Pablo II, cabe entrever un ligero cambio de posición económica y una cierta apertura. Esa actitud contrasta con la aproximación entre socialistas y religiosos, donde ambos confluyen en pintar al capitalismo como la selva cruel que debe ser domesticada por el látigo del poderoso; así nos sermonean quienes suelen pasar de puntillas sobre el horror en que desembocaron todos los intentos de suprimir el mercado, y no se detienen a pensar por qué Adam Smith escribió La teoría de los sentimientos morales, y por qué el liberalismo ha defendido siempre tanto el mercado como la ética. He leído hace poco en EL PAÍS a don Juan José Tamayo y otros teólogos de izquierdas que insisten en la antinomia entre religión y capitalismo, e incluso esgrimen la figura del buen samaritano como antídoto frente al mercado. Mi tesis en este artículo es que dicha contraposición es incorrecta. (Presento una argumentación más elaborada sobre economía, política y moral en "Estado social y envidia antisocial", Claves, abril de 1998, y "Del buen samaritano a Robin Hood", Nueva Revista, agosto de 1998).La parábola del buen samaritano es una hermosa lección de solidaridad, y está ubicada en un sitio importante del evangelio. El amor al prójimo es uno de los dos grandes mandamientos, pero un doctor de la ley, tiquismiquis como todos los doctores, no satisfecho con tan breve consigna, insistió en que Jesús explicara quién es el prójimo. Y Jesús respondió con el relato "Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó entre ladrones..." (Lucas 10, 30-37).
Lo que Jesús no dice, porque era evidente, es que ese hombre era un judío. Esto tiene importancia para ponderar la parábola, que si aún nos impresiona a nosotros, debió hacerlo mucho más a quienes la escucharon entonces. Jesús da la primera en la frente: el judío queda medio muerto en el camino, y pasan dos hombres que lo esquivan dando un rodeo. Son un sacerdote y un levita, nada menos. Finalmente, como se recordará, quien se compadece de él y lo ayuda es un samaritano, al que Jesús presenta como modelo de prójimo, y aconseja al erudito doctor: "Anda y haz tú lo mismo".
El que un samaritano ayude a un judío no nos llama la atención hoy, pero en esos tiempos era virtualmente inconcebible. Los judíos aborrecían a los samaritanos y los consideraban cismáticos. El propio Jesús instruyó a sus discípulos: "No vayáis por tierra de paganos, ni entréis en ciudad de samaritanos" (Mateo 10, 5). Los samaritanos, que tampoco eran mancos, no quisieron recibir al de Nazaret en su último viaje a Jerusalén (Lucas, 9, 53). En el muy exitoso paso de Jesús por Samaria, camino de Galilea, le pide agua a una mujer, que le responde: "¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?"; y el evangelista aclara: "Es que los judíos no se tratan con los samaritanos" (Juan, 4, 9). En la muy dura conversación con los judíos incrédulos, antes de que éstos cojan piedras para lanzárselas, increpan así al nazareno: "Con razón decimos que eres samaritano y que estás endemoniado" (Juan, 8, 48).
Estas pocas referencias iluminan el humanitarismo del samaritano, que dedicó su tiempo, energías y dinero a socorrer a quien en otras circunstancias seguramente lo habría despreciado por extranjero y hereje. Ahora bien, ¿es este bello comportamiento un modelo contra el mercado?
Veamos. La acción de los ciudadanos se condensa en los mercados en transacciones y precios. Los críticos del capitalismo, si lo que dicen tiene algún sentido, rechazan esas transacciones y esos precios, y quieren sustituirlos por otros, derivados de alguna manera de la intromisión del poder político. Vistos los desastres que perpetran las autoridades en términos de eficiencia, últimamente los intervencionistas defienden esa sustitución sobre todo por motivos éticos. Así, la redistribución mediante impuestos sería algo moralmente plausible. Pedir el 0,7%, por ejemplo, equivaldría a ser generoso.
Ahora volvamos al solidario de Samaria. Su historia es tan atractiva que tendemos a pasar por alto una circunstancia obvia: el buen samaritano actuó libremente. De hecho, su ejemplaridad depende crucialmente de ello. Para comprobarlo, introduzcamos un nuevo personaje en la parábola y supongamos que un centurión obliga al de Samaria a asistir al judío apaleado y moribundo. ¿No privaría dicha intimación a la parábola de su vigor y al samaritano de su mérito? Obsérvese que superficialmente el desenlace podría ser idéntico en ambos casos: el judío es rescatado, llevado a la posada y felizmente curado. Pero si eliminamos la libertad, eliminamos la virtud.
El intervencionismo de toda laya ha provocado tal confusión que ahora se presenta como moralmente superior al caso del centurión, a la falta de libertad, es decir, precisamente lo que recorta el mérito moral de la conducta humana. El 0,7% como tal (y cualquier redistribución forzada), por tanto, no es generosidad, sino un grupo de presión más que aspira a obtener dinero de los ciudadanos no con su libre y directo consentimiento, sino de modo indirecto, a través de la coacción política: el protagonista es el centurión, no el samaritano.
Que no se me acuse de bárbaro ultraliberal. No estoy diciendo que el mercado sea perfecto, ni que el Estado deba desaparecer. No identifico el mercado con la solidaridad. Tampoco condeno sin matices a quienes claman por ayudas públicas para los pobres. Lo único que sostengo es la falsedad de la idea de que el mercado es por necesidad éticamente sospechoso y moralmente inferior a la intervención política. Creo que la atávica hostilidad religiosa hacia el mercado puede acercar a creyentes y socialistas (de todos los partidos, que diría Hayek), pero refleja una incomprensión de los fenómenos económicos.
El buen samaritano no puede servir como excusa para amparar el intervencionismo, porque él no es bueno si no es libre. Al mercado le ocurre algo parecido.
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