Preso en GuadalajaraJOAN B. CULLA I CLARÀ
Después de haber sido, entre otras cosas, una bandera del antifascismo combatiente (1937), y también el título de un libro de Quim Monzó (1996), el nombre de Guadalajara lleva camino de convertirse en el símbolo de la incapacidad del PSOE para cerrar de una vez la -trascendental, por supuesto, y difícilmente repetible- era felipista y ponerse en condiciones de ejercer como oposición y como alternativa. Desde hace tres meses, se diría que la vetusta prisión de la ciudad castellano-manchega encierra no sólo a un ex ministro y a un ex secretario de Estado de Interior, sino también la mala conciencia de un partido que no consigue hallar el modo de hacer compatibles el compañerismo y las solidaridades personales con la asunción y la superación del pasado. Con relación al encarcelamiento de Rafael Vera y José Barrionuevo suceden cosas comprensibles junto a otras que no lo son en absoluto. Se entiende, sin necesidad de adoptar actitudes condescendientes o conmiserativas, que los condenados y el círculo familiar que les rodea sostengan a pie y a caballo su inocencia, recuerden los servicios que ambos prestaron al Estado y a la lucha antiterrorista, utilicen para describir su situación palabras fuertes ("rehenes", "infamia", "ignominia"...) y pugnen contra el olvido concentrándose todos los sábados junto a los muros del centro penitenciario. Se entiende, incluso, que los allegados de los dos ex altos cargos hayan invocado en vano el nombre de Amnistía Internacional, aunque alguien debería haberles advertido de lo inapropiado y contraproducente de vincular a esa prestigiosa organización de defensa de los derechos humanos con el caso de dos autoridades gubernativas condenadas por secuestro en sentencia firme del Tribunal Supremo. Ya se comprende menos el papel de las Juventudes Socialistas, casi lideradas últimamente por los hijos de Barrionuevo y Vera, y comprometidas en la defensa de éstos como si ésa fuera hoy la principal reivindicación de los jóvenes progresistas españoles. Y, pasando por Carmen Romero -que, al tildar a sus dos correligionarios de "presos políticos", ofende al sentido común e insulta al mismo sistema institucional del que ella forma parte-, alcanzamos la cima de lo incomprensible de la mano de Felipe González. Incomprensible, sí, porque me niego a reemplazar los razonamientos políticos por argumentos de thriller o de filme de colegas. Y, en términos de política racional, no hallo explicación al empeño del anterior presidente del Gobierno por ligar su figura a los dos principales condenados del caso Marey y convertir este asunto en poco menos que el affaire Dreyfus de la actual democracia española. No, no crean que exagero. La pasada semana, sin ir más lejos, tuvimos noticias de González anunciando enfáticamente que celebraría el vigésimo aniversario de la Constitución en la cárcel de Guadalajara "junto a Pepe y Rafa", en un gesto tan simbólico como susceptible de lecturas equívocas. Se trataba -supongo- de consagrar a los dos condenados con el rango de mártires de la democracia, injustamente sacrificados para que el resto de los ciudadanos podamos vivir en paz y libertad. Pero el ex presidente, al asociar esa solemne efeméride con sus antiguos colaboradores hoy entre rejas, vindicaba también y hacía bandera de la política antiterrorista y de seguridad ciudadana desarrollada entre 1982 y 1996 -incluidos los GAL y la ley Corcuera-, muy por delante de la reforma militar magistralmente pilotada por Narcís Serra, del notable crecimiento del Estado de bienestar, de la exitosa integración en las estructuras europeas o de otros capítulos brillantes de su gestión de gobierno. ¿A tanto llega el comprensible coraje de Felipe ante las intrigas de pedrojotas y álvarezcascos, que ofusca incluso sus dotes de estadista y emborrona los motivos por los que le gustaría pasar a la historia? El propio partido socialista, aunque frente a este tema parece hipnotizado por la actitud de su precedente líder, ha mostrado síntomas de inquietud y puso urgentemente marcha atrás su maquinaria para impedir que el sábado 5 de diciembre millares de militantes se manifestaran ante la prisión alcarreña contra el cautiverio de Barrionuevo y Vera. El pretexto ha sido evitar una coincidencia temporal con las concentraciones carcelarias convocadas en favor de los presos de ETA, pero me gustaría pensar que la razón es otra; que el primer partido de la oposición ha comprendido la incongruencia de conmemorar de ese modo, propio de grupos marginales y antisistema, 20 años de régimen constitucional de los que él, el PSOE, ha gobernado trece y medio. De todos modos, no cabe hacerse ilusiones. Probablemente, la convocatoria abortada el pasado sábado se trasladará a otra fecha próxima y, con el apoyo de todo el aparato partidario, se reunirán multitudes, y acudirán Almunia, tal vez González, sin excusa Borrell; y en el discurso socialista sobre la "guerra sucia", las tesis del complot y de la persecución política seguirán sin dejar espacio a la autocrítica, al pedagógico reconocimiento de los errores propios. Y ello reconfortará a los correligionarios menos exigentes, pero continuará lastrando la renovación y el despegue del posfelipismo. En este sentido, el recinto penitenciario de Guadalajara y sus dos ilustres huéspedes han aparecido a lo largo del último trimestre como el tarro que contiene las prístinas esencias del socialismo español, como el santuario sin peregrinar al cual no cabe obtener bula de ortodoxia y de lealtad militante..., y también como el nudo gordiano que ata el carro del PSOE del 2000 al yugo de los aspectos más oscuros de los años ochenta. Resulta bien significativo que quien encarna aquel futuro, José Borrell, haya debido comparecer ya tres veces en ese lugar: una el 10 de septiembre para copresidir la calurosa despedido a los condenados, otra en octubre para explicarles su proyecto programático, y la última el 29 de noviembre para analizar la situación a la luz del proceso de paz con ETA. ¿Forma todo esto parte de las obligaciones normales del número uno del partido? Quizá, aunque también cabría interpretar que las puertas de la prisión de Guadalajara, tachonadas de adhesivos que claman por la libertad de Vera y Barrionuevo, son una aduana donde se paga tributo al pasado, y que el verdadero cautivo allí se llama Pepe Borrell.
Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.
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