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La novela de Pere PrunaVALENTÍ PUIG

Tan sólo el hecho de que la cultura catalana oficial -fundamentalmente, urdida en Barcelona- prefiera decididamente vivir de espaldas a su propia tradición pictórica explica una vez más casos como el de Pere Pruna. Es indudable que si hubiese sido compinche de Marcel Duchamp o profeta del informalismo abstracto, la obra del pintor Pere Pruna ahora estaría en los manuales universitarios y tal vez tendría su propio museo público, como dejó de tenerlo Clarà. En estos casos, el método habitual es decir que no hay para tanto, que Pruna tuvo épocas muy irregulares. A quien le apetezca arrimarse a la pintura de Pere Pruna le bastará con la exposición del Centro Cultural de la Caixa de Terrassa para comprender que sí hay para tanto y que los logros superan en mucho las irregularidades. Con lógico entusiasmo, algún visitante tal vez decida escribir de una vez por todas la novela de Pere Pruna. En raras ocasiones un pintor joven triunfa de forma tan fulminante en París, con el aplauso de Jean Cocteau o de Paul Morand, en hora tan exigente. Tiene 17 años cuando coge en Barcelona su primer tren hacia París. Desde el primer instante, le protege Picasso. Los Ballets Rusos le encargan decorados. En Londres expone con catálogo de Henri-Pierre Roché. En su imprescindible Diccionario de las vanguardias en España, Juan Manuel Bonet también habla de su hermano Domènec, ayudante del director de cine Abel Gance. En 1933 filma El café de la Marina, de Sagarra, y Pere trabaja en los decorados, junto con Grau Sala. Ahora mismo, aunque algunos galeristas con gusto presenten de vez en cuando dibujos o guaches de Pere Pruna, la exposición del Centro de Cultura de la Caixa de Terrassa es con mucha ventaja la mejor oportunidad para aproximarse a su pintura. Arlequines y figuraciones femeninas tienen el poso posnoucentista que vio cristalizar lo más audaz de la danza bajo la dictadura estética de Diáguilev. En sus últimos años vivió en la plaza Reial y por la noche bajaba a El Glaciar para tomarse unos whiskys. Había llegado a una conclusión de viejo sabio: "Sí, soy amigo de la disciplina y los horarios fijos, y lo soy porque no tengo amo". El gran personaje que fue Pere Pruna está en un capítulo espléndido de las memorias de Ignacio Agustí, cuando el pintor reaparece en la Barcelona de posguerra. Antes había pasado por Burgos. Parte de Cataluña poco después del 18 de julio de 1936 y regresa a París con la memoria obsesiva de la humareda que dejan en el cielo de Barcelona las iglesias incendiadas. Eso aparece de inmediato en su pintura. De la Alegoría de la República va a pasar a La muerte del soldado de Franco. Al parecer, reanuda el contacto con grupos monárquicos franceses, pero para no pocos el gran impacto de aquellos años es la ruptura matrimonial con su esposa Henriette. Picasso y Jean Cocteau habían sido testigos de aquella boda de chaqué. Pasa a España y desde una batería antitanque en el frente de Madrid escribe crónicas para Destino antes de irse a Burgos para colaborar con los Servicios de Propaganda con el montaje de autos sacramentales. O tempora! o mores! No es menos característico de aquellos tiempos que Pruna fuera entrando y saliendo de los calabozos de Burgos por las acusaciones de un coronel con quien el pintor, plenamente borracho, se había insolentado en París. El coronel no tenía quien le explicase por qué razones Serrano Súñer y Dionisio Ridruejo defendían al insolente por el mero hecho de ser un gran pintor. Así fue como Pruna fue delegado español en la Bienal de Venecia en 1938, con la alta bendición de Eugeni d"Ors. Agustí ha retratado poderosamente al Pere Pruna de la posguerra inmediata, con sus largas noches en Barcelona y los regresos al alba, camino de Sitges. Hundido en un mar de copas, aquel hombre de corpulencia a la vez telúrica y alada agotaba las noches como si buscase el llanto. Había entrado en Cataluña con las tropas del general Yagüe y se había instalado en Sitges, en la casa del pintor Sunyer. Para allí marchaba de madrugada, en algún taxi con gasógeno. Ignacio Agustí recuerda uno de aquellos regresos a Sitges: el pintor se llevaba a Olvido, starlet de sala de noche, con una enorme capacidad para la bebida que en aquella ocasión se quebró hasta el límite de la agonía sin que a Pruna se le ocurriera otra cosa que rezar el rosario. Al llegar a las fronteras del caos etílico, Pruna se retiraba por un tiempo a Montserrat y cumplía con los deberes de la vida monástica en pago por sus pecados. Al morir, Pruna lega su importante biblioteca al monasterio de Montserrat. En lo que se refiere a la apreciación del mérito artístico, Barcelona recuerda una sagaz observación de Karl Kraus: "En Austria se vive como entre parientes, no se cree en el talento con el que se ha crecido. En el austriaco hay una propensión indestructible a tener por pequeño al que se conoció de muy pequeño. "¿Qué puede haber en alguien a quien conozco personalmente?", piensa el austriaco. Y tendría razón, si no pasase por alto algo que es, desde luego, tan insignificante que resulta fácil no tenerlo en cuenta: el uso escaso que el otro hace de tal conocimiento". Así estamos todos los días: "¿Pere Pruna? ¡Pero si lo vi un día borracho en la plaza Reial!"; "¿Rusiñol? Andaba todo el tiempo refunfuñando contra su esposa"; "¿Pla? Se meaba en los pantalones"; "¿Carles Riba? ¡Pero si dicen que traducía mal del griego!"; "¿Foix? ¿Cómo se puede ser poeta y tener una pastelería?". Según se deduce de su contribución a la exposición antológica de la Caixa de Terrassa, al menos la Fundación Carmen Thyssen-Bornemisza ha tenido el buen gusto de comportarse de otro modo. Dése por hecho que nadie va a agradecérselo nunca a doña Carmen Cervera, salvo los miles de personas anónimas que van a pasar por la Rambla de Egara de Terrassa para admirar el talento del atlante Pere Pruna.

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