La vecina difunta
Supe que esa noche había fallecido una amiga nuestra que vive en el piso de abajo porque antes de que sonara el despertador abrí los ojos y se me apareció su espectro.-Oye, que me he muerto -dijo como si no acabara de creérselo.
Vive sola y supuse que quería que yo diera la voz de alarma. Pero no. Se había presentado en mi casa porque no sabía qué hacer ni adónde dirigirse. La muerte, al contrario que los electrodomésticos, te la dan sin libro de instrucciones.
-¿Estás asustada? -pregunté.
-Asustada, no. Me siento rara. He ganado mucho en velocidad, pero no tengo interés especial por ir a ningún sitio. Nunca me gustó mucho viajar.
-¿Quieres que avise a alguien?
-No, no, si ya te digo que sólo pasaba por aquí, pero voy a continuar atravesando tabiques, por curiosidad.
Era todo tan natural que a mí mismo me sorprendió no tener miedo. Estar muerto no era gran cosa, en fin. Me di la vuelta para conciliar el sueño y en ese momento sonó el despertador. Después de ducharme, mientras ponía el café, estuve a punto de contarle a mi mujer lo sucedido. Podía decirle casualmente: "He soñado que se ha muerto fulana". Pero me pareció que si después se confirmaba quedaría yo en una posición algo incómoda. Y si no se confirmaba, también. Me callé, pues, y al salir de casa bajé andando en vez de tomar el ascensor, y estuve escuchando tras la puerta de la fallecida. No se oía nada. Resistí la tentación de tocar el timbre con el pensamiento mezquino de que si estaba muerta de verdad era un modo de meterme en líos. No era difícil imaginar las preguntas de la policía:
-¿Es cierto, como afirma una vecina, que usted tocó el timbre de la interfecta a las ocho horas? Me fui, en fin, y estuve toda la mañana en el despacho con una sensación de irrealidad curiosa, como si no hubiera salido del sueño, o no hubiera entrado del todo en la realidad. Comí cerca, en un restaurante económico de López de Hoyos, y tras el café telefoneé a la difunta, con el dedo puesto sobre el gatillo para colgar si lo cogía la policía, que quizá estuviera ya revisando el piso. Pero no lo descolgó nadie. A los cinco pitidos de rigor saltó el contestador automático, que no dijo "en este momento no puedo atenderte porque acabo de fallecer" ni nada parecido, sino "deja un mensaje después de la señal". No dije nada para no verme implicado en el suceso si de verdad había muerto. Podía haberle preguntado al espectro si había sido de sobredosis o qué, aunque creo que no se mete en nada. Pero hoy día resulta tan sospechoso fallecer que me pareció más prudente no averiguar nada. Por la tarde, cuando abrí la puerta de mi casa, oí a mi mujer hablar con alguien en el salón. Es ella, me dije, la difunta. Avancé por el pasillo con el corazón en la garganta, y era ella, en efecto. Muchas tardes, como vive sola, pasa a nuestra casa y se queda charlando con nosotros hasta la hora del telediario. Se estaban preparando una copa y mi mujer preguntó si yo quería algo.
-Un vaso de agua -respondí, pues tenía la garganta seca.
Mi esposa se retiró a la cocina y la muerta y yo nos quedamos solos, mirándonos. Noté que, aunque intentaba aparentar naturalidad, había en ella algo que no era normal. Sacando un valor que, la verdad, no tengo, pregunté en voz baja, para que no se me oyera desde la cocina.
-Pero ¿tú no te habías muerto?
-¿Qué dices? Aquí iba a estar contigo si hubiera perdido yo la vida.
En ese momento llegó mi mujer con el vaso de agua y los hielos.
-¿De qué habláis? -preguntó.
-Tu marido, que se ha empeñado en que llevo el pelo más corto.
Si no hubiera mentido habría pensado que todo había sido un sueño, pero su reacción la delató. De hecho, ha dejado de venir a casa por las tardes porque tiene miedo de que la ponga en evidencia, y cuando nos cruzamos en el portal, me rehúye como si supiera algo de ella que no quiere que los demás sepan. Madrid está lleno de gente así, personas que se pasan las tardes en las cafeterías, frente a una taza de la que simulan beber. No me atrevería a decirlo públicamente, pero en privado estoy dispuesto a mantenerlo incluso por escrito.
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