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Tribuna
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El cerdo

Para muchos de los que crecimos con las lecturas de Julio Verne y entramos en la adolescencia cuando el hombre llegaba a la Luna, este final de siglo se ha convertido en apasionante. Pese a tantas utopías rotas, los avances de la ciencia y de la técnica han convertido hermosas ficciones en realidades tangibles. Asumimos como normal cosas sorprendentes. No deja de ser fascinante que las líneas que ahora tecleo desde mi casa pasen en cuestión de segundos, a través de los vericuetos de Internet, a la redacción de este periódico en el centro de Valencia; y de allí, por un modem punto a punto, a la planta de impresión de la carretera de Malilla, donde vía satélite estarán recibiendo el grueso de las páginas de esta edición desde la redacción de Madrid, a la que a su vez habrán llegado muchas de las crónicas desde cualquier punto de la telaraña mundial. En cualquier caso, esto no deja de ser una bobada al lado de las aplicaciones de la informática a otros campos como la lingüística, donde ya se están desarrollando sistemas que permitirán traducir 185 idiomas en la red. Y desde luego es una nimiedad en comparación con los avances de la medicina. Luis Rojas Marcos recordaba el otro día que vivimos casi el doble de tiempo que las personas de hace un siglo y que la adolescencia y la vejez se han prolongado extraordinariamente. Así, aun sabiendo que el gran desarrollo de los satélites obedeció a estrategias militares del final de la guerra fría, resulta reconfortante leer noticias que nos hablan de las posibilidades de estos artefactos para controlar la extensión de ciertas epidemias. Los avances en los transplantes de tejidos de cerdo a las personas me resultan tan fascinantes como las investigaciones de la Universidad de Wisconsin sobre el cultivo de células humanas que permitirían crear "bancos de tejidos" para transplantes. E incluso, no sé si porque nos retrotrae a la profunda animalidad del hombre, le encuentro un algo poético a los transplantes de cerdo. Jeffrey L. Platt, especialista en "xenotransplantes" de la Clínica Mayo de Rochester, se refería la semana pasada al cerdo como "el animal ideal" para estos objetivos. Ese cerdo que todos llevamos dentro, se transformaría por efecto del cerdo externo en un hiperbólico antídoto contra todas las xenofobias, incluida la que genera el complejo de superioridad sobre el resto de especies animales. Y sin embargo, me ha causado una cierta inquietud la noticia oída en radios y televisiones sobre el desarrollo de un prodigioso chip que permitiría realizar un estudio genético que nos diría qué enfermedades vamos a desarrollar y cuándo. La inquietud ha dado paso al desasosiego y éste, al recuerdo de la magistral lección sobre la ignorancia, impartida hace un par de semanas por el profesor Ernesto Garzón Valdés con motivo de su investidura como doctor honoris causa por la Universidad de Valencia. Entre otras clases de ignorancia, defendía Garzón Valdés la ignorancia querida. En la vida cotidiana, decía, hay cosas que preferimos no saber. "Aunque sepamos que algún día vamos a morir, nuestra vida sería menos llevadera si desde pequeños supiéramos el día y la hora exacta de nuestra muerte", explicó en su alegato contra el determinismo. Porque a fin de cuentas de lo que hablaba este filósofo y lo que en última instancia nos inquieta de los avances científicos es el tema de la libertad. De ahí mi simpatía por el cerdo, parece más inocente que el chip.

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