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Tribuna
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Un premio de dignidad

La difusión, este año, del resultado del Premio Nacional de las Letras ha ido acompañada -al menos hasta donde he podido comprobar, pues no soy un lector omnívoro de prensa, sino selectivo- del buen gusto de dar a conocer el nombre del premiado sin hacer referencia alguna a cualquiera de los demás que también fueron considerados en las deliberaciones del jurado.Los premios institucionales, como el lector sabe, no admiten la concurrencia directa de los interesados sino que éstos son seleccionados, independientemente de su voluntad, para optar al premio. En el caso concreto del Nacional de las Letras, los jurados de los premios nacionales al mejor libro del año entregan, al término de sus deliberaciones, una terna de nombres de cada una de sus especialidades, el conjunto de las cuales forma la lista que concurre al Nacional de las Letras. Además, los miembros del jurado del Nacional de las Letras pueden incorporar a esa lista otros nombres que consideran de igual importancia y, a partir de ahí, se decide el premio.

A diferencia de los premios nacionales a la mejor obra del año en cada especialidad literaria, el Nacional de las Letras premia la obra de toda una vida. La diferencia es apreciable y, naturalmente, en este premio sólo coinciden autores de verdadera relevancia, acreditada a lo largo del tiempo, mientras que a los otros, en principio, les basta con ser flor de un día -o flor de un año- para obtenerlo.

De ahí, precisamente, lo desagradable de esa coletilla informativa que cada año venía ofreciéndose en los medios de comunicación -aunque ignoro si la información procede de la prensa o del propio premio- en la que se daban a conocer, además del galardonado, uno o varios de los nombres de los no premiados.

Vamos a poner un ejemplo. Imaginen un año en que se discutieran los méritos de dos escritores tan ilustres como Francisco Ayala y Miguel Delibes en orden a concederles el premio. Si lo obtiene el primero, la noticia es también que lo ha perdido el segundo; y viceversa. Es como decir: "Mire, señor Delibes, no le hemos dado el premio porque se lo hemos dado al señor Ayala"; o "mire, señor Ayala, no le hemos dado el premio porque se lo hemos dado al señor Delibes".

No es sólo un problema de buena educación; es también un asunto de dignidad. Encima de que ninguno de los dos (o los tres, o los que sean) se ha presentado al premio, es decir, ha corrido voluntariamente el albur de competir con un colega, se encuentra con un rechazo no buscado, con una comparación odiosa en tanto en cuanto se hace pública. Cuando hablamos de autores de tal relevancia es necesario mantener el respeto a la obra de toda una vida de cada uno de los concurrentes. ¿Qué necesidad tiene ninguno de ellos, a estas alturas, de entrar en competencia con sus pares? La necesidad la crea el premio, no la obra de cada uno de ellos, que se defiende perfectamente por sí sola y que es, repito, el esfuerzo y la dedicación de toda una vida.

Esta absurda competitividad procede del deseo de otorgar el premio y, precisamente por eso, el respeto a la figura de cada uno de los concurrentes exige, por parte de quienes lo conceden y de quienes lo difunden, el respeto al fallo, sin entrar en comparaciones o forcejeos ajenos a la persona y a la obra de los escritores involuntariamente implicados. Si no han decidido ellos competir entre sí, ¿a cuento de qué viene forzar la situación?

Un premio de este porte concede un reconocimiento público a una vida dedicada a las letras. Punto. Ése debería ser el modo. El reconocimiento de este año a Pere Gimferrer es a él y basta así. Eso es lo que merece saberse.

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