El error del Rey Prudente
Motivos para conmemorar centenarios nunca faltan; en última instancia, siempre hace un siglo de algo. Pero no es frecuente que, en el curso de un mismo año, se junten dos centenarios tan significativos como el de la muerte de FelipeII y el de la pérdida de lo que quedaba de su imperio, ahora hace un siglo.En las cuentas de la fama del Rey Prudente figura siempre la victoria de Lepanto, de la que Cervantes dijo ser "la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros". Y en efecto, ocasión como aquélla no la hemos vuelto a ver los españoles. Diecisiete años después de Lepanto, en 1588, la Gran Armada encargada de invadir Inglaterra sufrió una gran derrota. A la Invencible la venció, aparte del mal tiempo y otros males, su inferioridad técnica. De un lado, la rapidez y agilidad de maniobra de los navíos ingleses, más aptos que nuestros galeones para navegar por los mares del norte. De otro, la menor capacidad artillera y de amunicionamiento de nuestra flota, que, para colmo, llevaba al mando a un almirante improvisado que confiaba en el abordaje para derrotar al enemigo. Naturalmente, no hubo tal. Los ingleses cuidaron de mantener las distancias, cañonearon a nuestros buques, no a placer, pero sí con relativa impunidad. Luego, la mar gruesa y los temporales hicieron el resto. De los 130 navíos que habían salido de la Península volvieron a puerto unos 60.
La derrota de la Invencible cambió el signo de las cosas. Inglaterra pudo evitar la invasión, España perdió el dominio de los mares y su prestigio como el Gran Poder de Europa sufrió un revés del que no se recuperó jamás. A partir de ese momento, con altibajos que no son del caso, comenzó el declive. El desenlace tuvo lugar tres siglos después. El 1° de mayo de 1898, la flota del almirante Montojo fue destruida en Cavite, justamente en una de las islas Filipinas. La armada española contaba con un único crucero. La norteamericana disponía de seis acorazados y de una artillería de mayor alcance y potencia de fuego que la nuestra. Dos meses después, una tarde de toros, cuando en Santiago de Cuba aún era mediodía, lo que quedaba de nuestra escuadra se hizo a la mar para encontrar la muerte anunciada por Cervera. Una vez más, la artillería, el blindaje y la superioridad de la flota norteamericana convirtieron el combate en un ejercicio de tiro al blanco con fuego real. Ese día cayó la noche sobre el Imperio donde no se ponía nunca el sol. Fue el final de un retraso culpable.
No recuerdo estas cosas por gusto. Lo hago porque la política cultural de Felipe II no fue ajena al proceso que hizo crisis en el 98, y porque la ocasión exige el comentario. Bien está que, durante un centenario, se subrayen los aciertos del personaje y no se abulten sus errores. Recordar que las quemas de herejes no fueron un invento español, tampoco está de más, aunque no sirva de mucho, y hasta cabría añadir, a modo de descargo, que para quemaderos humanos los de Auschwitz, Dresden o Hiroshima. Sin embargo, unas monstruosidades no justifican otras. "Juzgar con época" no es un procedimiento para blanquear atrocidades o disimular errores. Y por lo que he alcanzado a ver, del control cultural que estableció Felipe II durante su reinado no es fácil demostrar que fue un acierto.
A decir verdad, el control de la cultura española no lo inició Felipe II, ni cesó con su muerte; medidas para alejar al pueblo español de los peligros de la herejía se habían puesto en marcha mucho antes de que gobernara como regente. Pero el año 1556, cuando el príncipe ocupó definitivamente el trono, la cuestión de la Reforma se hallaba ya al rojo vivo y el nuevo rey consideró prudente seguir el consejo de su augusto padre, o sea, hacer que los herejes fueran "perseguidos y castigados con toda demostración y rigor, conforme a sus culpas".
Ahora bien, lo que en apariencia era un problema de estricta ortodoxia católica, en realidad involucraba otras cuestiones y novedades de las que se seguían "notables inconvenientes". De ahí que las medidas para atajar el peligro herético se extremaran y terminasen por cubrir prácticamente el arco entero de la cultura. E1 7 de septiembre de 1558, Felipe II dictó ya dos reales pragmáticas, encaminadas al establecimiento de un riguroso y total control del pensamiento. Quedó terminantemente prohibida la entrada y distribución de libros, a no ser que poseyeran una licencia en regla. Se prohibió la impresión de toda obra sin permiso escrito, y para obtenerlo era preciso rubricar todas y cada una de las hojas del original y cotejarlas después con el libro ya impreso. De esta medida se exceptuaron, de momento, los libros litúrgicos y otros en latín, pero no los manuscritos que circulaban de mano en mano, porque de su lectura y comunicación se seguían daños. Para que estos requisitos pudieran cumplirse, el rey mandó revisar los fondos editoriales de los mercaderes y libreros, los de los seglares y también los de los religiosos. Por último, ordenó imprimir y exponer en lugares bien visibles catálogos de los libros prohibidos por la Inquisición. Un mes después, el 9 de octubre de 1558, una real cédula extremó las medidas. Las imprentas debían inspeccionarse cada cuatro meses, y los libros importados tendrían que ser vistos por los "calificadores" del Santo Oficio antes de ser retirados de las aduanas. Además, se instaba a los fieles a denunciar los casos de incumplimiento entre sus conocidos, amistades o familiares.
Al año siguiente, el 22 de noviembre de 1559, se cerró el círculo. En una nueva pragmática dicta Felipe II la famosa "prohibición de pasar los naturales de estos reynos a estudiar en Universidades fuera de ellos". Alega el rey que, habiendo en sus reinos personas muy doctas en todas las ciencias, no puede tolerarse que muchos de sus súbditos, frailes, clérigos y legos salgan a estudiar y aprender a universidades de fuera, porque de ello resulta que las propias "van de cada día en gran disminución y quiebra". Aparte de "que allende del trabajo, costas y peligros, con la comunicación de los extrangeros y otras Naciones se divierten y distraen y vienen en otros inconvenientes". En consideración a lo cual, fue acordado que, en adelante, "ninguno de los nuestros súbditos y naturales, eclesiásticos y seglares, frayles y clérigos, ni otros algunos no puedan ir ni salir de estos reynos a estudiar, ni enseñar ni aprender, ni a estar ni residir en Universidades, Estudios y Colegios fuera de estos reynos, y que los que fasta agora y al presente estuvieren... se salgan y no estén más en ellos dentro de quatro meses". Los que no lo hicieren, concluía la pragmática, incurrirán en graves penas que, tratándose de laicos, conllevaba "el perdimiento de todos sus bienes, destierro perpetuo y pérdida de los grados y cursos de sus Universidades".
Las comparaciones suelen ser odiosas, pero a veces son inevitables. Y cuando uno ve que en el Quattrocento italiano, en el que por supuesto también hubo sus más y sus menos, sin embargo los humanistas copiaban y difundían manuscritos, los libreros hacían circular catálogos de textos clásicos, los poderosos formaban bibliotecas abiertas al público, se traducían obras griegas y latinas que conservaban el frescor de una vida cultural libre, se publicaban textos científicos en los que resplandecía la luz de la razón natural, y un canciller de Florencia y humanista devoto de Petrarca, como Coluccio Salutati, se tomaba la libertad de mortificar con sus epístolas a los príncipes, monarcas, gobiernos y altos miembros de la Iglesia, entonces se entiende por qué Italia tuvo un Galileo, o por qué, en virtud de razones parecidas, en Francia surgió un Descartes y en Inglaterra un Newton, mientras en España la Revolución científica pasó con más pena que gloria. Aquí, en lugar de difundir el libro, nos dedicamos a perseguirlo. Durante los años en que se fraguó la ciencia moderna, no tuvimos empirismo, ni racionalismo, sus dos presupuestos clave y, por consiguiente, tampoco el conocimiento científico levantó cabeza. No hubo ciencia moderna, porque ello habría significado el definitivo descrédito de la filosofía natural de Aristóteles, piedra angular de la visión medieval del mundo. Tuvimos una escolástica de transición, momentos brillantes en algunos aspectos del humanismo, pero apostamos en contra de lo que muy pronto iba a convertirse en el instrumento princeps de la modernidad: la nueva ciencia. Fue un inmenso error.
A Felipe II España le debe mucho de lo que es, pero también de lo que no es. El objetivo de su "cordón sanitario" en un principio era religioso -hay documentos que así lo indican-, pero pronto los inspectores y censores empezaron a sospechar de las cosas más insólitas y a obrar con ligereza. Al pobre Ruiz de Alarcón llegaron a confiscarle un ejemplar del Quijote que, por cierto, le fue devuelto gracias a los buenos oficios de un obispo. Fue un buen detalle. Pero los centenares de obras científicas que no llegaron a imprimirse, que fueron prohibidas después de impresas, expurgadas estúpidamente, autorizadas con notas o retenidas hasta su expurgo no tuvieron la misma suerte. Entre 1550 y 1650 -porque la caza del libro no cesó con la muerte de FelipeII- el historiador de la ciencia José Pardo Tomás ha registrado 759 casos de obras científicas censuradas, y cabe suponer que esa cifra no refleje del todo lo que pasó.
Felipe II inscribió el destino de España en unas coordenadas transnacionales, ecuménicas o dinásticas, que no eran las del tiempo que se avecinaba. En mi opinión, ése fue su error. Otras naciones antepusieron sus intereses económicos y políticos a las grandes causas -como la defensa a ultranza del catolicismo- y vieron con claridad que la nueva ciencia era un instrumento de poder. Es posible que, dada su situación, España lo hubiera tenido difícil de todas formas. Pero en cualquier caso se desaprovechó una ocasión importante para no perder el paso y cimentar la conciencia nacional sobre bases más realistas y menos conflictivas que la unidad de destino en lo universal. Es verdad que nuestro retraso no fue tan grande como suele decirse: Europa estaba demasiado cerca como para que no se filtraran las noticias. Pero, se mire como se mire, el apagón se produjo, y la política contracultural de Felipe II fue la causa. A última hora, es lo que interfirió con nuestra posible incorporación al momento constitutivo de la ciencia moderna. A ello se añadió enseguida la persecución de los novatores, que no lo eran sólo en materia de doctrina (Quevedo ya los pone a caldo a principios del siglo XVII), y más tarde imponderables, como la invasión napoleónica y el exilio de los afrancesados, completaron el escenario del 98.
En fin, lo hecho, hecho está, y no es cosa de discutir con la Historia. Pero a este país le ha costado mucho ponerse al día y le conviene saber por qué. No es cierto que el temor a lo nuevo sea un rasgo del carácter español: fue el resultado de una política opresiva. No dar cabida al pensamiento ajeno esteriliza siempre y, a la postre, provoca nuevos extremismos. Pero como no existen errores ni aciertos puros, podría ocurrir que tal vez por haber llegado tarde a la modernización, los españoles no hemos entrado del todo en el implacable juego de la razón instrumental. Lo practicamos, y a ver quién no, pero sin entregarnos. Renunciar a su real gana es algo por lo que difícilmente pasa un español. En este asunto todos somos "realistas". Lo mismo los 40 millones de la madre Patria que los 300 millones que hablan y llevan la lengua española por las Américas. A lo mejor, esto pone sosiego en el mundo que nuestro siglo le deja en herencia al XXI. Que, como me dice una viejita ya al borde de su centenario, ¡vaya un siglo que hemos tenido!
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