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El lacayo vizcaíno

Antonio Elorza

El nacionalismo vasco viene de lejos. Sus antecedentes han de buscarse mirando hacia atrás, mucho más allá de esa pléyade de escritores del siglo XIX que van apilando los materiales sobre los que realizará su labor de síntesis Sabino Arana.Pero las piezas de ese puzzle, sobre todo en el plano político, se encontraban ya reunidas antes de 1800 con el fin de promover la defensa y consolidación del régimen foral. No hubo que esperar a las carlistadas y al posromanticismo para que los fueros se presentaran como expresión de un pacto mediante el cual las provincias vascas -caso de Guipúzcoa- se incorporaron voluntariamente a la corona de Castilla, desde una independencia originaria que no prescribe y con la nobleza universal, asentada en la limpieza de sangre y exclusión de toda gente de mala raza, a modo de soporte sociológico de un privilegio que conscientemente no era asumido como tal.

Los rasgos principales de este diseño ideológico, con su fuerte cohesión interna, pueden rastrearse en la literatura de los letrados fueristas que, como indicó Julio Caro Baroja, dieron forma a una historia vasca ad probandum, en apoyo de sus alegaciones. También están presentes en otros lugares. Es lo que sucede, nada menos que en 1604, con la historia del lacayo vizcaíno que recoge la segunda parte del Guzmán de Alfarache. Casi todos los ingredientes posteriores del mito están ahí reunidos. Como núcleo de una prolija argumentación digna de un letrado, el lacayo Jáuregui, apasionado por su tierra como suelen ser las gentes de "la nación vizcaína", explica la nobleza universal de los pobladores de Vizcaya. Y en torno a ella, la legislación por la junta general bajo el árbol de Guernica, la importancia de una lengua que es "el mayor blasón e indicio de su nobleza", su independencia -"Vizcaya libre, soberana y sin señor"- hasta que deciden libremente hacer dejación de ella, pero viviendo siempre en sus leyes "propias y antiguas". Ni siquiera falta la gloriosa batalla de Padura o Arrigorriaga, siglos después evocada por Sabino Arana, donde los vizcaínos vencen al hijo del rey de León que trata de invadirles. Su interlocutor extrae la consecuencia oportuna: "Era mucha pasión de nuestro lacayo, por hacer a Vizcaya, querer deshacer a España".

Hasta el siglo XIX, esa perspectiva no se plantea. El foralismo tiende a apuntalar una inserción específica de la provincia de Guipúzcoa o del Señorío de Vizcaya en el sistema de poder de la monarquía. Los argumentos tampoco deben asombrarnos y se encuentran con una intención similar en otros lugares de Europa. Así en tierras provenzales, en las reivindicaciones previas a la revolución, se afirma que el rey de Francia será reconocido únicamente como conde de Provenza o que sólo "la nación provenzal" votará los subsidios al rey, en virtud de "los pactos de nuestra reunión a la Corona". Siempre la misma construcción ideológica: Provenza como pudiera ser Bretaña, Guipúzcoa o Vizcaya, declaran que, siendo en su origen independientes, se unen a la Corona de modo supuestamente voluntario mediante pactos, en virtud de los cuales conservan una personalidad jurídica y política que les permite mantener la condición privilegiada. Es el origen de lo que hoy se llaman "derechos históricos", reconocidos por y en nuestra Constitución para satisfacer a los planteamientos de nacionalistas vascos, mientras en Francia fueron barridos por un poder constituyente convertido en verdugo de todo obstáculo que desde el Antiguo Régimen pudiera hacer sombra a la nación francesa.

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Tal es la excepción que confirma la regla en nuestro orden constitucional para responder a esa situación, asimismo excepcional, que vino dada por la vigencia de los fueros vascos hasta 1876 y por la supervivencia de formas administrativas y económicas propias en las provincias y en Navarra desde 1878 y 1841, respectivamente. La presión del PNV hizo el resto, y el balance, desde el punto de vista de funcionamiento del Estado de las autonomías, y del ejercicio del autogobierno en las dos comunidades, dista de ser negativo.

Algo bien diferente es la pretensión actual de servirse de los llamados "derechos históricos" para justificar un vuelco en el sistema constitucional, atendiendo a lo exigido por los nacionalismos periféricos, y en primer plano por el PNV. Porque una cosa es que esos nacionalismos, según vimos, tengan antecedentes en el pasado, en cuanto construcciones ideológicas, y otra que sus pretensiones, avaladas de nuevo por letrados, respondan a un mínimo rigor histórico. Para empezar, el criterio de los "derechos históricos" es perfectamente manipulable. Con los "derechos históricos" en la mano frente a la legitimidad de los Estados democráticos hoy existentes, no quedaría en pie una sola frontera de Europa.

Hablando de España, ¿por qué aceptar los "derechos históricos" derivados del régimen foral, interpretado en clave sabiniana, y no los que proceden de la incorporación de las provincias vascas a Castilla, nada menos que en 1200? En un libro reciente, el letrado Herrero de Miñón defiende lo primero, con una aplastante carga erudita en historia legislativa e institucional. A una extrapolación le sigue otra: la foralidad, incluso civil, crea el Derecho Histórico, y de éste emerge la personalidad nacional en el plano político. Los fueros son así mucho más que un punto de apoyo para los idearios y los movimientos nacionalistas. Igual que en Sabino Arana, configuran y expresan a un tiempo esa personalidad. En una palabra, dan hecha la nación.

Los nacionalismos reciben así un sorprendente refuerzo. No entra en juego ni cómo surgen a fines del siglo XIX, pues son expresión de esa realidad jurídica preexistente, ni qué plantean, ni cual es su implantación social. Todo ello es transferido a la esfera aparentemente objetiva del derecho, como si las normas y la jurisprudencia no reflejaran ideologías y relaciones de poder.

Resulta así lógico que Xabier Arzalluz vea en Herrero de Miñón el único gran constitucionalista a este lado del Ebro: uno y otro dan la espalda en sus análisis (que no en sus tomas de posición) a la historia y a la realidad política, en nombre de un mismo sujeto, "el pueblo vasco", portador desde un determinismo étnico en el primer caso y jurídico arcaizante en el segundo, de esos "derechos históricos" que le permiten afirmarse paradójicamente sobre esa historia y esa realidad. Cuanto ha sucedido o sucede interesa sólo si sirve de prueba a la alegación nacionalista. Así, Miñón escribe que "el pueblo vasco", en 1812 y 1820, "ha hecho salvedad de su propia identidad" respecto de la Constitución española. ¿Dónde están los datos de ese rechazo popular? Y de la manipulación de la historia, con el pobre Espartero una vez más como chivo expiatorio, al mito como solución: el gran pacto de Estado que ha de reunir a los cuatro pedazos en una "España grande".

Lástima que el antecedente clásico de este tipo de acuerdo sea la famosa "ley paccionada" con Navarra, de 1841, cuya inexistencia demostraron hace tiempo Miguel Artola y María Cruz Mina. Tan inexistente como la división de España en el falso mapa de la portada del libro de Herrero de Miñón.

Una última cuestión. Del mismo modo que los "derechos históricos" son convertidos en plataforma desde la cual se objetivan las reivindicaciones nacionalistas para alterar el ordenamiento definido en 1978-79 por la Constitución y el Estatuto de Gernika, ¿quién garantiza que antes de que pasen otros veinte años ese montaje de "la España grande" y fragmentada no quede de nuevo "agotado" y en virtud del propio dinamismo nacionalista que introducen los "derechos históricos". Resulta lícito, pues, bajar a la tierra como hiciera su señor ante los alegatos del lacayo vizcaíno metido a letrado: ¿por qué para mal hacer a Euskadi al modo sabiniano es preciso deshacer a España?

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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