Mar
Algunos científicos con la melancolía por disciplina hacen porras a la hora del café acerca del año en que morirá el Mediterráneo, con la esperanza de que la cobren sus nietos. En los días de máximo entusiasmo no le dan más de 40 años de vida. Bajo los flexos de sus laboratorios, diversos factores humanos, que a menudo se entremezclan y vinculan a los malestares cotidianos del analista, conforman un apocalipsis inmediato, irreversible. Dejando a un lado si se cumple esta profecía de bata blanca, un poco manchada con el óxido de Alzheimer, una vez más el hombre está convencido de que es el único actor que sobrevivirá al escenario porque cree que él es la obra. Se cree definitivo ante ese mismo mar en el que un día puso Charlton Heston sus genitales a remojo y luego adquirieron tanta fama por todo el Maestrazgo, hasta formar casi parte de nuestro patrimonio gótico. El hombre, incluso para lamentar su pérdida, no puede dejar de humillar con toda su prepotencia al mismo mar sobre el que navegó Jasón a bordo de una galera rumbo a Cólquide, en el que sería el primer crucero turístico por el Mediterráneo, para arrancar de su litoral las más sugestivas historias jamás vividas. El error del hombre fue creerse un animal definitivo capaz de aniquilar todo lo que le rodea y encima hacer bolos con tarifa para anunciar el fin que él mismo ha provocado. Pero ese mismo mar enfermo, sobre cuya presunta acta de defunción se sacan ahora unos billetes extra algunos científicos para comprarse sacarinas, es un enorme charco de líquido amniótico. En su fondo hay otras especies esperando la extinción del hombre para emerger y adoptar formas racionales. Con el tiempo interpretarán como Richard Burton, pintarán como Giotto, reflexionarán como Sócrates, compondrán como Mozart, no dejarán crecer la hierba tras de sí como Atila y volverán a cometer el error de creerse definitivos. Incluso entonces, con la forma que le consienta la geología, puede que este mar esté ahí para propiciar con su generosidad la misma historia de siempre.
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