La foto de Pinochet
a Juan Eduardo Zúñiga¿Fue euforia, exactamente, lo que sentimos al conocer que los lores británicos habían decidido permitir la extradición de Pinochet, el dictador chileno? Se lo preguntamos por la noche de ese mismo miércoles a Jorge Edwards, el novelista de Persona non grata, el amigo de Pablo Neruda, y además un hombre de extraordinaria, milimétrica memoria: "No sé, chico", dijo, "lo que yo creo es que los lores creyeron que había que hacer algo con aquella foto". ¿Y sentía euforia, estaba feliz con el 3-2? No exactamente: estaba preocupado; Chile es mucho más importante que Pinochet, y estaba preocupado por Chile.
Pero estaba aquella foto; la foto de Augusto Pinochet es la que le hicieron después del golpe, y la que de pronto cayó otra vez sobre la memoria de la gente de todo el mundo que tenga edad para recordar la impunidad y la ignominia, ese rostro de pájaro mortífero que surge de la historia para empañarla, sentado en una silla que no le corresponde, adoptando el aire sanguinario del que jamás va a perdonar a sus enemigos; dibujante del terror, fue también pintor de la hipocresía, y su voz atravesó como un hilo fino de sangre y de miseria la vida de un país destinado de siempre a ser uno de los países más felices de la tierra.
Por eso ese mediodía del miércoles Madrid, por ejemplo, fue un hervidero de euforia perpleja, la misma acaso que sentía en el alma de la memoria chilena uno de sus memorialistas máximos; claro que preocupa el presente, y el porvenir de Chile, pero qué hacer con aquella foto, cómo olvidarla... En la memoria colectiva, ese desafío estético contra todas las leyes de la armonía facial, de la paz de los rostros, sustituyó durante mucho tiempo el recuerdo de otros retratos cuya crueldad él mismo propició, y por eso ese mediodía del miércoles cayeron, como palabras insustituibles en la memoria de entonces, nombres que son nuestra propia historia: Víctor Jara, Pablo Neruda, Salvador Allende... El novelista Luis Sepúlveda los desgranó aquí con rabia y melancolía el jueves, después de ese 3-2 histórico que en España fue recibido más que con euforia con un cierto aire de reparación, más que como reflejo de la venganza como punto final de una biografía que también es, para nuestra desgracia, nuestra...
La venganza no es el motor de la historia, y es muy probable que tampoco lo sea el odio; de modo que no debió ser ese sentimiento el que animó a los ciudadanos de un país tan distante y al mismo tiempo tan hermanado con Chile como España a lanzarse de manera espontánea a las calles tratando de decir que todos vivíamos como historia propia lo que estaba pasando con aquel hombre de la foto.
Gregorio Peces-Barba recordó el jueves por la noche, en el Congreso, la famosa admonición de Manuel Azaña, en medio del fragor de la guerra que siguió al levantamiento militar protagonizado por Franco: paz, piedad y perdón... De la esperanza de Azaña se hizo durante muchos años papel mojado, y este mismo país vivió esa foto: el dictador sentado, administrando su poder para el mal, creyendo que Dios lo había puesto ahí para borrar, precisamente, esa aspiración noble, ingenua, poderosa y desesperada del último presidente de la República... Y contó Peces-Barba una famosa escena de la película Vencedores y vencidos, sobre el juicio de Nuremberg: en medio de un interrogatorio, un nazi acusado interrumpe a su defensor: no me siga defendiendo, "¿es que vamos a empezar de nuevo?"
Lo que pasó el miércoles se parece al final de una historia, como si de pronto los lores británicos, precisamente, hubieran quemado con un fósforo humilde pero invencible el poder tremendo que tuvo sobre nuestra historia -y sobre nuestra historia, no se olvide- aquella foto del general de blanco o de gris que cierra la mandíbula para hacer más temible su rostro atrincherado... Aquella foto, ésa es la foto que asparon para que todos los posibles dictadores del mundo supieran que ahora es más difícil volver a hacerlo. ¿Que ahora llora el hombre de la foto? Nosotros también vimos llorar al hombre de nuestra foto.
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