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Soberanía y presos

Josep Ramoneda

Las encuestas de opinión sobre el proceso de fin de la violencia en Euskadi -las publicadas en la prensa, pero también las confidenciales de algunos partidos políticos- revelan una línea de discrepancia entre el sentir ciudadano y el discurso político oficial de los partidos democráticos. Era doctrina establecida, plasmada incluso en los acuerdos de Ajuria Enea, que cualquier negociación con ETA y su mundo para acabar con la violencia sólo podía tratar de la cuestión de los presos políticos. Por principios democráticos, cualquier concesión política debía quedar al margen de esta negociación. Sin embargo, al decir de las encuestas, los ciudadanos consideran más inaceptable la liberación de presos con delitos de sangre que las concesiones en materia de soberanía, que por otra parte dan por descontadas. De modo que estamos ante una situación curiosa: el Gobierno y ETA se tantean con la creencia de fondo de que la liberación de los presos será lenta pero está garantizada, mientras que una mayoría de ciudadanos da por seguras las concesiones políticas y se resiste a aceptar un trato privilegiado para los presos.La opinión de la mayoría ni hace verdad ni es garantía de acierto. Actuar practicando un estricto seguidismo de los signos que vienen de la calle conduce a comportamientos erráticos de los gobernantes que, a la larga, les desprestigian y que a menudo culminan en una deformación de la democracia llamada populismo. Pero sería absurdo no tener en cuenta el sentir ciudadano en un proceso en el que, tarde o temprano, se deberá requerir su consentimiento. Y, sobre todo, sería imprudente no preguntarse sobre el porqué del desajuste entre la opinión pública y la opinión política en cuestión tan delicada.

Lo primero que salta a la vista es que los ciudadanos, que aprecian la firmeza verbal del Gobierno, no creen sus promesas de que no habrá concesiones políticas a los terroristas. Lo segundo es que los partidos democráticos tienen una percepción del estado de la opinión pública que no se corresponde con la realidad. El discurso oficial está enfocado a la generosidad con los terroristas presos y a garantizar que no se afectará el marco constitucional y, sin embargo, los ciudadanos parecen convencidos de que la paz bien vale algún cambio, pero siguen firmes en el criterio de que quien la hace la paga. De lo que se deduce que los sacrosantos mitos de la unidad de la patria y de la gran nación española están considerablemente relativizados por el sentido común de los ciudadanos, que entienden que estas cosas, en puertas de la moneda única, ya no son lo que eran. Para sorpresa de nacionalistas periféricos, siempre necesitados de que el Otro exhiba simbología de brocha gorda para poder confrontarla con la propia, el nacionalismo español es más pragmático de lo que podía parecer.

La reacción de la opinión pública española confirma que hace tiempo que la violencia ha perdido toda legitimidad en el espacio político. Por eso quieren que los que la practicaron sigan en la cárcel y, al mismo tiempo, están dispuestos a hacer concesiones que en otro momento hubiesen generado sobresaltos. Por encima de todo, no quieren un muerto más. Pero este tabú de la violencia política, felizmente asentado en la sociedad, puede tener un efecto deformante sobre una cuestión que, desde el punto de vista democrático, es fundamental. Determinadas concesiones políticas en el proceso de fin de la violencia serían inaceptables en la medida que supusieran la implantación de un modelo de organización política en Euskadi por parte de partidos políticos que no representan mucho más de la mitad de la ciudadanía. La primera condición de la democracia es que en su interior quepan todos los que respetan las reglas del juego. El Euskadi del documento de Estella es el de los nacionalistas, no el de la totalidad de los vascos. Y es obligación de los partidos democráticos dar cabida a todos los vascos, sin miedo a hacer concesiones políticas si es necesario, pero sin dejarse arrastrar por el síndrome de la tregua, por la sensación de que la paz justifica cualquier precio. Que la ciudadanía española haya relativizado viejos mitos probablemente facilita las cosas. Ahora sólo falta que también vayan relativizando los suyos los ciudadanos de Euskadi.

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