Una abuela en la mina
Encarnación Alcázar, de 58 años, trabaja como ayudante minero en el interior de un pozo de Hunosa
Una abuela de 58 años, Encarnación Alcázar Blanco, vecina de Avilés, trabaja desde el lunes como ayudante minera en el pozo de carbón Pumarabule, de Siero (Asturias), a 15 kilómetros de Oviedo. En esta explotación hullera, propiedad de la empresa estatal Hunosa, trabajan ocho mujeres, de un total de 408 empleados, aunque sólo tres de ellas lo hacen bajo tierra.Encarnación, abuela de tres nietos, trabajó como limpiadora en las oficinas del antiguo pozo Santa Clara hasta su cierre hace unos años. Ahora, tras solicitar su ingreso en Hunosa, ha logrado un nuevo empleo, pero a varios cientos de metros de profundidad, allí donde el peligro acecha agazapado entre las vetas de carbón. Su tarea como ayudante minera -guaje, en la jerga minera asturiana- consiste en tareas de caminera, adecuando y reparando los raíles por los que circulan las máquinas y las vagonetas que transportan el mineral.
Aunque todavía poco frecuente, la presencia de mujeres en las minas asturianas ya no es tan insólito como la edad con la que Encarnación Alcázar se ha incorporado a las galerías subterráneas. Con 58 años de edad, ya no encontrará coetáneos en el ascensor -jaula- que baja a los mineros cada mañana hasta las entrañas del pozo. Tras los continuos planes de reducción de actividad y empleo que se vienen acometiendo regularmente en el sector, los mineros, que gozan de coeficientes reductores en virtud de la penosidad y peligro de sus tareas, se están prejubilando con menos de 50 años en la mayoría de los casos. Encarnación deberá trabajar aún cuatro años para poder acogerse a la jubilación.
Al término de su primera jornada laboral, enfundada en un mono y cubierta aún por la carbonilla que delata las condiciones adversas del trabajo minero, esta mujer, aguerrida y dispuesta a luchar, expresaba su agradecimiento por la colaboración que había encontrado entre sus compañeros varones, en un mundo laboral identificado históricamente con pautas de comportamiento masculinas. "Me han tratado muy bien, ayudándome en todo", señaló. "Estoy muy a gusto con los compañeros. He trabajado duro, pero ellos me dejaban el trabajo menos difícil". Aún no se había repuesto de su primera experiencia en las tareas de extracción bajo tierra: "Esperaba tener otra sensación. Me hablaron tanto de la mina que creía que me iba a encontrar otra cosa", añade Encarna.
Esta avilesina empeñada en cumplir con las exigencias de su nueva profesión ("mi propósito es intentarlo") confiesa que nunca se había imaginado, pese a su larga experiencia profesional en las oficinas de un pozo hullero, que algún día iba a tener que bajar al interior de la explotación, como un minero más, para conseguir su sustento: "Nunca pensé que tendría que bajar al pozo. Jamás".
Con ella trabajan en las galerías del pozo Pumarabule otras dos mujeres: una tomadora de muestras y una maquinista de extracción. Las otras cinco trabajadoras lo hacen en funciones de exterior, en la superficie de la explotación.
La nueva minera, que se muestra perfectamente integrada en el colectivo, asegura, a propósito de la diferencia de edad respecto a sus compañeros, mucho más jóvenes, que se ve "como la mamá de todos ellos", aunque precisa: "Para algunos, seré la güela (abuela)".
Tras concluir su primera jornada, no se sentía especialmente derrotada, aunque sospechaba que el cansancio le sobrevendría horas más tarde: "A lo mejor mañana no puedo ni levantarme" por el agotamiento.
La doctrina de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la Carta Social Europea prohibían taxativamente, al igual que un real decreto español de 1957, el trabajo de las mujeres en el interior de las minas. Esta prohibición, que entonces se consideró un avance social, al entender el trabajo minero como particularmente penoso, se interpretó más recientemente como una discriminación atentatoria contra la igualdad de derechos de hombres y mujeres. En España, el reconocimiento del derecho de la mujer a trabajar en el interior de los pozos se produjo en diciembre de 1992, tras una ardua batalla jurídica emprendida por una joven asturiana, Concepción Rodríguez Valencia, de 27 años, a la que Hunosa no había dado empleo por ser mujer, pese a haber superado las pruebas de capacitación.
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