Cara y cruz
LA DINÁMICA abierta en la Unión Europea por la irrupción de nuevos líderes socialistas, que comparten el designio de perseverar en la austeridad presupuestaria y poner énfasis en el crecimiento, el empleo y las infraestructuras, es digna de atención. No se trata de algo sencillo, sino de un empeño cercano a la cuadratura del círculo, porque se pretende conservar el patrimonio acumulado por las políticas de rigor con ciertas dosis de expansionismo. Es decir, gastar menos, pero simultáneamente invertir más. Y se busca también completar la política monetaria con otras más globales, de forma que se cree junto al polo del euro -hegemonizado por el Banco Central Europeo- un nuevo polo económico que lo contrapese sin deteriorarlo.La discusión es tanto más compleja por cuanto se cruza con la del paquete presupuestario para el periodo 2000-2006, en el que cada país pretende congelar y aun reducir su aportación, endosando los costes a los demás. Esa dinámica desagradablemente nacionalista acaba, como sucedió ayer en el Ecofin, planteando una reducción general del gasto común. Algo que se adivina contradictorio con la filosofía general de hacer más Europa y poner en práctica una política económica orientada al crecimiento y al empleo.
Los deseos de construir esa nueva Europa apenas se han concretado. Las aportaciones sobre el giro de la política económica europea fueron escasas y tímidas. La presidencia austriaca tampoco ha contribuido al cambio político con su encargo a la Comisión de un informe sobre la reducción del gasto, que su independencia institucional debería evitar. Tampoco ha sido muy lucido el papel del propio Ejecutivo comunitario al aceptar el vergonzoso envite. Sobre todo porque recortar gastos sin discriminación no es indicio de una voluntad de hacer más Europa.
Este cuarto episodio de la batalla financiera de los Quince parece haber fraguado una amplia alianza de los países ricos en torno a elementos en buena parte perjudiciales para los menos prósperos. Es lógico que España haya salido en defensa de sus propios intereses: la factura para nuestro país sería de vértigo, al alcanzar los dos billones durante todo el periodo. Lo que no augura nada bueno para este litigio es el apoyo genérico, sin precisar condiciones -y sin denunciar que la pretendida estabilización del gasto sólo enmascara un enorme recorte-, que el presidente del Gobierno, José María Aznar, prestó en la última cumbre bilateral hispano-francesa a esta idea. A la vista está que fue un error.
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