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"Txarriboda" a partir de San Martín

Mikel Ormazabal

En el caserío Zubillaga de Lasarte-Oria (Guipúzcoa), situado en el camino que sube hacia Urnieta, la familia Ansa Elola ha preparado todo con cuidadoso detalle para cumplir con el ritual de la matanza del cerdo, una antiquísima tradición popular que se repetirá por toda la geografía rural del País Vasco y Navarra desde el día de San Martín (el pasado 11 de noviembre) hasta finales de marzo. La modernización de la sociedad ha ido reduciendo la vieja costumbre de criar en casa el cerdo, que en el pasado aportaba a las familias gran parte de su dieta cárnica. Pero todavía se sigue haciendo y la matanza, la txarriboda, matatxerri o txerri-hiltzea, denominaciones con las que se conoce esta costumbre casera, sigue vigente en la actualidad como si de un mandato recogido de los antepasados se tratara. Con fidelísima obediencia, todo el cúmulo de acciones pautadas, gestos y supersticiones que acompañan a la ceremonia de la matanza del cerdo se suceden sin solución de continuidad para el animal. El cerdo, cebado y mimado durante todo el año, recogido en un establo cerrado y oscuro, ya debe intuir su destino, pues ha pasado en ayunas sus últimas horas de vida para que su aparato digestivo esté despejado y facilite la limpieza manual tras extraérsele la cavidad abdominal. Días atrás se ha consultado la luna, porque se recomienda practicar la matanza durante el cuarto menguante, lo que favorece el endurecimiento de la carne. No así con la luna menguante, puesto que la creencia dicta que las carnes quedan fofas. Luis Mari Ansa y Mikeli Elola, que cebaron al cerdo desde febrero, eligieron día y hora para consumar el rito, avisaron a sus ayudantes y citaron al matarife, el joven ganadero Álvaro Artola, vecino de la localidad guipuzcoana de Urnieta. Todos los preparativos de la matanza se reducen a una mesa de madera de patas cortas; el resto corresponde a la pericia del matarife y la habilidad y fortaleza de los brazos de quienes le secundan en la tarea. Álvaro aborda al cerdo y le mete un garfio de hierro en la papada para dominarle y arrastrarle hasta la mesa donde será sacrificado el gorrino. La cuadrilla sujeta al animal, que emite fuertes gruñidos lastimeros, y lo tumba sobre el costado derecho. El matarife, cuchillo en ristre, realiza una incisión certera en la garganta y abre el corte en dirección a las manos del cerdo. La sangre brota con fuerza sobre una palangana que antes ha sido rociada con sal para que la sangre no se quede adherida, mientras Mikeli la remueve con energía con la mano para que no llegue a coagularse. En apenas dos minutos, el cerdo ha cesado en sus estertores y lanzado su último suspiro y vaciado la última gota de su sangre sobre un barreño que la etxekoandre (ama de casa) guarda enseguida en la cocina para utilizarla después, mezclada con arroz o puerros y manteca, en la preparación de las morcillas. Se afloja el cerco sobre el cuto para quemarle el pelo, las cerdas. Hoy en día se utiliza un procedimiento moderno, el soplete de gas butano, a diferencia de como mandan los cánones: sobre una hoguera alimentada con aliagas y arbustos silvestres. Socarrado el animal, Luis Mari y su cuñado Miguel le retiran todos los residuos de la epidermis y lo limpian con un chorro de agua templada, dejando al descubierto una piel tersa y de una coloración entre rosácea y blanquecina. Culmina así el primer acto de la ceremonia.

Morcillas y reparto vecinal

El sacrificio del cerdo y el sacarrado de su piel es apenas el preámbulo dentro del complejo ritual de la txarriboda. Una vez raspada la piel del animal hasta dejarla lampiña y rosada, le toca de nuevo actuar al matarife. Álvaro Artola tiene que abrir ahora al cerdo en canal, recorriendo con el afiladísimo corte de su cuchillo toda la extensión estomacal, desde el cuello hasta las patas traseras, con cuidado de no seccionar el esófago para evitar molestas regurgitaciones. Ixabel recoge sobre un barreño el paquete intestinal, que se utilizará después para rellenar las morcillas y chorizos, una vez limpiadas las tripas con esmero. A continuación, según se lo va entregando Artola, sumo sacerdote de la ceremonia, recoge y envuelve en un paño blanco el hígado del cerdo, que será cocinado y saboreado poco después por la cuadrilla, mientras aún la carne del animal está caliente. Previamente, Xabier habrá entregado una pequeña porción al veterinario para analizar su estado sanitario y asegurarse de que la ingestión de los lomos y jamones del cerdo no producirán mal alguno. Los hombres enganchan con una estaca la jeta del marrano y lo izan, fuera del alcance del resto de los animales, para orearlo y dejarlo secar hasta la mañana siguiente. Resuelta la faena, se cruzan las felicitaciones. En poco más de 45 minutos, la matanza ha sido consumada. El trajín se traslada ahora a la cocina, donde Mikeli, Ixabel y Pepi se afanan picando la manteca y la papada del cerdo para volcarlas sobre un gran puchero donde reposa la cebolla y la verdura cocidas con más de 24 horas de antelación. A la mezcolanza le añade la sangre y todo ello servirá para embutirlo, a través de un pequeño embudo, en los intestinos del cerdo. La cordada, generalmente con lotes de seis morcillas atadas por medio de una cuerda, se colgará durante un tiempo antes de ser consumidas. Una tradición tan antigua como la matanza ordena realizar un reparto de morcillas y carnes del animal entre los familiares y los caseríos más próximos, para favorecer la unidad vecinal. Esta ley tácita lleva implícito el intercambio y la devolución de la ofrenda.

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Sobre la firma

Mikel Ormazabal
Corresponsal de EL PAÍS en el País Vasco, tarea que viene desempeñando durante los últimos 25 años. Se ocupa de la información sobre la actualidad política, económica y cultural vasca. Se licenció en Periodismo por la Universidad de Navarra en 1988. Comenzó su carrera profesional en Radiocadena Española y el diario Deia. Vive en San Sebastián.

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