Una huida hacia los laureles
Cuando María Giménez dio el airoso y airado portazo al ballet de la Comunidad de Madrid, que dirige Víctor Ullate, demostraba no sólo su fuerte personalidad artística, sino que redondeaba el corolario de que en España poco o nada hay que hacer en lo que respecta al ballet académico. Tan acertada decisión por parte de María fue su verdadera y definitiva profesionalización, al romper una viciada umbilicalidad con un ambiente doméstico y endogámico, que limita el desarrollo orgánico de la danza y sus intérpretes; ella ha sido la última de una diáspora de estrellas de la danza clásica española que se han ido a buscar la vida por ahí, lejos de la más que modesta y mediocre atmósfera en que está sumido el ballet local.María Giménez tiene tres características importantes a la hora de dibujar el perfil de una etoile: amplio registro estilístico, mordiente en el ataque de las grandes lecturas académicas y arrojo sobre las tablas. Sin esto ninguna bailarina, por muñequita de porcelana que sea, va a ningún sitio. María engalana su interpretación con un excepcional oído musical, la exactitud métrica que tanto escasea aún entre las buenas primeras bailarinas; esto lo vio desde un primer momento Roland Petit, que se quedó francamente deslumbrado con el rigor con que Giménez se cogía para sí aquello de que el paso nunca debe salirse de su corchea natural; también lo ha visto ahora Hans Spoerli, director del Ballet de la Ópera de Zúrich, donde finalmente recalará la artista madrileña para la próxima temporada y donde estrenará nuevas producciones de Giselle y Coppelia, dos títulos clásicos divergentes entre sí en cuanto a modelo protagónico, y que demuestran la versatilidad y talento y los laureles merecidos de esta joven estrella.
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