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Reportaje:

Estrellas negras sobre la ciudad

Equipos de alpinistas reparan valientemente los tejados más bellos que coronan edificios principales

Madrid tiene, durante el día, una plétora de estrellas negras.Lucen desde algunos áticos de edificios principales. Son estrellas de pizarra oscura y azulada, que los decoran con pinceladas de esplendor. Se distribuyen por el barrio de Salamanca, la zona contigua al Palacio Real y casas próximas a las estaciones ferroviarias de Norte, Atocha y Delicias. Son torres, torrecillas y mansardas, remates de los tejados de edificios burgueses, con varias pendientes, inclinadas unas, verticales otras, por las que la nieve y el agua declinan en invierno acentuando su brillo.Dentro de los edificios que culminan manzanas de calles como Velázquez, Mayor, el Paseo de Recoletos o la Gran Vía, permiten ganar los espacios muertos que las viejas techumbres condenaban a la nada o a ser buhardillas desde las que siempre se ha respirado más libertad que desde el suelo.

Uno de los remates de edificios más singulares de la ciudad se encuentra en la plaza de Canalejas, 3. Se trata de una torre de pizarra, empinada desde un pararrayos bajo el que zozobra una veleta con un gran oso y un madroño. La torre, basada sobre cerámicas polícromas de talavera y levantinas, tiene ventanucos emplomados y enrejados, bolas de plomo semejantes a bombas redondas de artillería con una serie de ganzúas en las que se colocaban tablones para facilitar la trepa de sus limpiadores. Hoy, son alpinistas de empresas como K2 a quienes se suele encomendar la reparación de la iluminación y de la pizarra de estas crestas espléndidas, como la del chaflán de Gran Vía y Alcalá rematado por una victoria alada, entre el contraste de la pizarra y 30.000 panes de oro de 24 kilates, sobre carneros mitológicos, antorchas y racimos de uvas, que adecentan deslumbrantemente el contacto de Madrid con el cielo en esa gran encrucijada.

En la torre de Canalejas, obra del arquitecto cántabro Leonardo Rucabado, que alberga una habitación redonda con siete ventanales, tuvo su despacho un notario y, posteriormente acogió una delegación de Hacienda. Su suelo de tarima, en madera noble, se asemeja en su estructura a una refulgente tela de araña. Hoy, vacía la torre, espera un comprador o alguien que la alquile. Los precios rondan las 1.700 pesetas por metro cuadrado. Desde su cúspide, Madrid muestra algunos de sus secretos, como la cúpula móvil del teatro Reina Victoria, en la carrera de San Jerónimo, que permitía abrir manualmente en verano su techo mediante un complejo engranaje, para dar paso a la luz madrileña. Y al refresco de los espectadores. También cabe ver desde ella el globo acristalado de los antiguos almacenes Simeón, una suerte de faro en el corazón aéreo de la ciudad.

En el comienzo de Velázquez, sobre lo que hoy es el hotel Wellington, tuvo su torre Ramón Gómez de la Serna, cuya bohemia ilustra bien lo que fueron los pináculos de marfil en la que algunos escritores y pintores hallaron sus más queridos refugios.

En la manzana contigua, una productora cinematográfica tiene sus oficinas en otra torre amansardada de gran elegancia. Pero lo usual es que estas cúpulas, con todo su esplendor, permanezcan durante décadas convertidas en almacenes de carpintería, feo tributo pagado por su belleza.

Madrid se ve desde arriba de otra forma. Desde la cúspide del edificio Metrópolis, engalanada por un orfebre único y por grandes figuras de Mariano Benlliure, cabe ver recién ahuecado el que fuera gran reloj del Palacio de Correos, o el desagujado cronómetro del edificio de la Sud América, en la plaza de Neptuno, o el invisible, durante las noches, reloj de la torre de la estación de Atocha. Son ausencias que desproveen al cielo de Madrid de la usura agobiante del tiempo.

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