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Adefesios

Es palabra caída en desuso, antes muy común, especialmente para describir lo que a una mujer le merecía el aspecto de otra: "Hija, vas hecha un adefesio", resumía la opinión desfavorable acerca del tocado, la indumentaria o el maquillaje ajeno. Su remoto origen hay que buscarlo en las acerbas críticas que san Pablo vertió en su epístola a los efesios, habitantes de Efeso, enclave famoso en Asia Menor, visitado por el apóstol, a quien, al parecer, le gustó poco.Pues Madrid, esta ciudad donde vivimos y a la que amamos, está plagada de adefesios que, a veces, parecen un lunar con pelos en el rostro terso y hermoso de una muchacha bonita. Las fealdades o defectos son frecuentes en cualquier parte y acabamos conviviendo con ellos, incluso llegan a convertirse en la esencia emblemática de una metrópoli. Ahí tenemos el horrendo pisapapeles de hierro que le encargaron al señor Eiffel en París, favorecido por una enorme explanada florida y un río literario y caudaloso. Roma magnificó a la repulsiva loba, bajo cuyas ubres retozaban unos hermanos gemelos. Y nosotros, con el oso -o la osa, que el género tiene partidarios- rampante o caminando a cuatro patas, despachamos el trámite.

Hay mucho adefesio en Madrid que merece ese calificativo, especialmente cuando destaca del entorno y rompe la armonía circundante. Uno de los ejemplos más clamorosos y espeluznantes son los gigantescos grupos escultóricos plantados en la glorieta de Legazpi y en la extraña plaza que hay al otro lado del Manzanares. Parecen fallas indultadas con caprichoso criterio, que conservan una blancura agresiva, en guerra con todo cuanto existe en las proximidades. No me he atrevido a hacer indagaciones respecto del tiempo que llevan señoreando la plaza, divorciadas del entorno, quizás contemplando cómo acabará la notable muestra de arquitectura civil que es el antiguo matadero municipal. ¡Qué golosina irresistible para la especulación!

A todo se acostumbra uno. Hoy nos parece incluso hermoso el Palacio de Comunicaciones, en la Cibeles (qué quieren, a mí me suena mejor con el artículo femenino, lo hace más castizo y, si me apuran, autonómico), que desentonó, durante mucho tiempo, del espléndido edificio del Banco de España, la colina ajardinada del palacio de Buenavista, los brazos abiertos del Prado y Recoletos, para tropezarnos con dos infames adefesios: la sede del Museo Naval, una atrocidad acaramelada entre el antiguo Ministerio de Marina, la Bolsa, la plaza de la Lealtad, el Ritz, el Museo y el Jardín Botánico, uno de los trozos ciudadanos más bellos, estropeados por la injuria mencionada; y visto desde el pie de la cuesta que remata la Puerta de Alcalá y el moderadamente frondoso Retiro, el primer premio de los adefesios, la mayor injuria perpetrada contra el paisaje de la ciudad: las torres de Valencia, ruina de una de las más hermosas perspectivas y vergüenza para el tiempo en que fue cometida. De similar, aunque menor entidad, el inmueble alzado al otro lado de la calle donde vivo, baldón del antiguo bulevar de Sagasta, amasijo antiestético de hierro, vidrio y cemento gris, que rompe la amable y poco pretenciosa concordia del resto de los inmuebles y envenena mis vigilias. Está íntegramente dedicado a oficinas y creo que nadie viviría a gusto ahí, ni moriría tranquilo, ni cuidaría hijos con alegría. En estas fructíferas y deplorables construcciones, de renunciar a su voladura controlada, deberían figurar los nombres del arquitecto, constructores y responsables que autorizaron el engendro.

Damos ya, por el mismo precio, un fugaz repaso a otros pequeños adefesios, de mejor remedio: en la plaza de Rubén Darío hace tiempo que radica un busto al gran poeta, en el ensanche que quizá de propósito se ha hecho. Pero la ridícula -por el tamaño- cabecita da la nuca a los viandantes y cabe pensar que los automovilistas disponen de poco tiempo para echarle una ojeada. La estatua de Velázquez, en la confluencia con Núñez de Balboa, prácticamente de tamaño natural, parece la efigie de un guardia de la porra disfrazado de Don Juan Tenorio. Otro tanto, la violetera escuchimizada en la bifurcación de la Gran Vía y la calle de Alcalá, con los nardos "apoyados en la cadera". Adefesios.

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