La historia no recordada: EE UU y su pasado
Cuando, hace cerca de 50 años, se prohibió a Charlie Chaplin la entrada en Estados Unidos, país en que había vivido y trabajado toda su vida, el productor de Hollywood Sam Goldwyn se sintió consternado. Chaplin tenía muchos amigos, pero ninguno alzó la voz para defenderle. "Todo lo que oigo es un ruidoso silencio". El general Pinochet se debe de sentir igual. Durante el golpe de Estado de 1973 fue un fiel servidor del Gobierno de Estados Unidos, cuyo dinero y recursos militares eran indispensables para traicionar a su propia nación. El presidente norteamericano en aquel entonces, Richard Nixon, ya no está entre nosotros. No obstante, su jefe del Estado Mayor, Alexander Haig; su secretario de Estado, Henry Kissinger; su oficial militar de más alto rango, el almirante Thomas Moorer, y su director de la CIA, Richard Helms, siguen activos. Sin embargo, ninguno de ellos ha dicho una palabra acerca de Pinochet. Puede que estén ocupados dando instrucciones a sus agencias de viaje para que planeen sus desplazamientos futuros de modo que queden fuera del alcance legal del juez Garzón.El silencio de los que conspiraron junto a Pinochet está arraigado en la sorprendente buena conciencia de una potencia imperial. Es cierto que 36 (de los 435) miembros del Congreso han solicitado que se hagan públicos los informes del servicio de espionaje norteamericano sobre los crímenes de Pinochet. Entre éstos está el asesinato en Washington, en 1976, del ex ministro de Defensa chileno Orlando Letelier y de una ciudadana norteamericana. La opinión pública norteamericana en general ha reaccionado ante el caso Pinochet con la misma frialdad con que recibió las últimas fotos tomadas por el telescopio espacial de las galaxias que se encuentran en el extremo del universo. Muy interesante, pero a años luz de distancia.
Es verdad que los cineastas, los historiadores, los filósofos políticos, los teólogos, los escritores y algún que otro político con conciencia han criticado la falta de moralidad de nuestro ejercicio de la dominación global. Sin embargo, el amplio debate sobre la guerra de Vietnam se centró principalmente en su utilidad, y no en su ética. El debate moral versó menos sobre nuestra presencia en Vietnam que sobre los límites de la disensión dentro de la nación. Estas discusiones siguen estando limitadas por regla general a nuestras élites cultas.
Los antecedentes ofrecen amplias razones para un examen de conciencia nacional. En África, Estados Unidos organizó el derrocamiento de Lumumba. En Latinoamérica, la intervención no se limita a la obsesiva campaña contra Cuba. El golpe militar de 1964 en Brasil, el reinado de un cierto número de Gobiernos sanguinarios en Centroamérica y la revuelta de la Contra nicaragüense fueron obra de Gobiernos norteamericanos. En Asia dirigimos la toma militar del poder en Indonesia, con sus cientos de miles de víctimas. El derrocamiento de Mossadegh es un acontecimiento que se recuerda en Teherán, si bien ha sido olvidado en Washington. Los kurdos han sido explotados en repetidas ocasiones por el aparato de política exterior de EE UU y siempre traicionados. Ahora, los portavoces del aparato instan a una cruzada contra los "terroristas fundamentalistas" (los islámicos, no los asesinos cristianos que actúan en EEUU). Pero no se dice nada de que fue nuestro aparato el que dio vida a los talibán afganos.
Europa no se ha librado. Apoyamos activamente (e incluso salvamos en 1953) a Franco, a los fascistas portugueses y a los generales turcos. El régimen de los coroneles griegos fue patrocinado por Estados Unidos. Después de la revuelta portuguesa de 1974, Estados Unidos amenazó con intervenir militarmente. En febrero de 1981, el secretario de Estado Haig declaró que el atentado contra la democracia en España perpetrado por la derecha española era "un asunto interno español". Y seguimos esperando que nos expliquen el estado de alerta que se impuso en las bases militares norteamericanas antes de la toma del Congreso de los Diputados. En Italia, las agencias norteamericanas conspiraron, junto con sus homólogas italianas, en una larga serie de ataques contra el orden civil. En Alemania, Willy Brandt tuvo que tomar la palabra en el Parlamento alemán para advertir a Estados Unidos que detuviera una intentona de destruir a los socialdemócratas. Por último, aunque está fuera de Europa, Australia ha sido tratada como un país del Tercer Mundo. La expulsión inconstitucional de un Gobierno en 1975 por parte del gobernador general real fue obra de la CIA.
Una concepción mesiánica de la nación norteamericana como encarnación suprema de la moralidad da pie a la idea de que el mundo está habitado por enemigos. Frente a ellos es necesaria una vigilancia total y una agresividad implacable, y las nociones ordinarias de moralidad y prudencia no son sólo irrelevantes, sino perjudiciales. Posiblemente se crea que a los que, dentro de EE UU, piensan de otro modo les tienta la traición, si es que no se les considera traidores de hecho. Las manías persecutorias de los primeros años de la guerra fría ya han desaparecido, pero abundan los apologistas de la deformación de nuestra vida pública. El asunto Watergate fue la aplicación a la política nacional de las técnicas de la guerra fría. El director en la Casa Blanca de los intrusos del Watergate fue Howard Hunt, que como funcionario de la CIA dirigió la expulsión de Arbenz en Guatemala. El papel de la CIA en los asesinatos de los Kennedy sigue estando hasta la fecha poco claro.
Enfrentada a este legado sin resolver, la opinión pública se muestra casi totalmente indiferente. Acabamos de experimentar una coincidencia política extraordinaria. La CIA ha sido criticada por no haber previsto la prueba nuclear india y por proporcionar datos falsos sobre la supuesta fábrica de armas químicas en Jartum. Al mismo tiempo, el Congreso ha accedido a la solicitud por parte de la agencia de miles de millones de dólares adicionales para contratar a miles de agentes nuevos, como si sólo la CIA pudiera evitar el desastre nacional.
El verdadero desastre es la mentalidad que ha animado a la CIA y a sus amos. Los valores de la democracia se han tratado con desdén en beneficio de los supuestos imperativos de la guerra fría. La guerra fría ha concluido, pero esa mentalidad sigue dominando. La cuestión no se ha visto mejorada por la financiación encubierta de la cultura por parte de la CIA (de hecho, el soborno sistemático de intelectuales) para propagar ideas del liberalismo rechazadas todos los días en la práctica de la política exterior norteamericana. En estos momentos, en la Biblioteca del Congreso, hay una exposición sobre el gran maestro moderno de la memoria, Sigmund Freud. Sin embargo, no hay disponible inmediatamente ninguna terapia para que recobren el conocimiento las memorias históricas reprimidas de EE UU en la guerra fría.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Archivado En
- CIA
- Augusto Pinochet
- Extradiciones
- Opinión
- Caso Pinochet
- Servicios inteligencia
- Cooperación policial
- Estados Unidos
- Política exterior
- Guerra
- Acción militar
- Espionaje
- Sentencias
- Sanciones
- Casos judiciales
- Fuerzas seguridad
- Seguridad nacional
- Juicios
- Relaciones exteriores
- Conflictos
- Política
- Defensa
- Proceso judicial
- Justicia