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Globalización de derechos humanos

La Asamblea General de las Naciones Unidas, el 10 de diciembre de 1948, hace ahora 50 años, aprobaba la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pese a que con el bloqueo de Berlín había comenzado en junio la guerra fría, las cuatro potencias que derrotaron al nazismo apoyaron un acto de esta trascendencia. A la influencia europea y norteamericana se debió que los primeros 21 artículos se centrasen en los derechos civiles y políticos de la persona, según la tradición liberal y democrática occidental, y a la de la Unión Soviética, el que se reconociesen los derechos económicos y sociales (derecho al trabajo, a una remuneración justa, a la educación, a la asistencia sanitaria, etcétera), así como el derecho a un orden internacional justo.Durante la guerra fría la Declaración sirvió principalmente para que ambos bandos se echaran a la cara el que unos vulnerasen éstos, y los otros aquéllos, de los derechos proclamados. Ninguna de las dos superpotencias estaba dispuesta a condenar a un país de su órbita por violación de los derechos humanos, ni a la Alemania de Ulbricht ni a la España de Franco. Las transgresiones sólo se reconocían en el bloque enemigo.

Terminada la contienda, los derechos humanos han pasado a ocupar un puesto central, sin que nadie los ponga en cuestión, al menos frontalmente. Las dificultades surgen en la interpretación -son distintos los derechos que antepone el mundo subdesarrollado del sur a los que colocan en un primer plano los países industrializados del norte- y sobre todo las diferencias son grandes en lo que concierne a su aplicación: ya no basta con proclamar los derechos humanos, hay que respetarlos y, en su caso, cumplirlos.

Un juez español que con el procesamiento de dos policías había conseguido sentar en el banquillo a un Gobierno que con un desfase ideológico y temporal considerable seguía comportándose según las pautas de la guerra fría -ante la razón de Estado no habría derechos humanos que valieran-, al pedir ahora la extradición del general Pinochet nos ha permitido celebrar el aniversario de la proclamación de los Derechos Humanos con un intento serio de que se apliquen. Hay que creer de verdad en los derechos de la persona y en el propio oficio, para invertir tanto trabajo en una acción en la que, a primera vista, sólo se vislumbraba el riesgo de hacer el ridículo. La reacción de los pueblos, de los tribunales, incluso la de los Gobiernos, ha puesto de manifiesto que la sociedad de la postguerra fría ha madurado lo suficiente para exigir una responsabilidad penal internacional, no sólo en el plano de los principios, así es desde el final de la segunda guerra mundial, sino también en la práctica jurídica concreta de los Estados. Frente al principio de territorialidad en el ejercicio de la justicia, su globalización.

De la misma manera que el Estado no configura ya el mercado, y los capitales y las mercancías circulan libremente -que lo puedan hacer también las personas es la cuestión básica que tenemos que resolver en ese siglo de las grandes migraciones que será el XXI- los derechos humanos han de ser aplicados por doquier, sin que los detengan fronteras nacionales ni soberanías estatales. Defender el principio de territorialidad para la aplicación del derecho es agarrarse al viejo mundo de la "guerra fría", sin percatarse de que la aplicación del derecho traspasará cada vez más las fronteras nacionales.

Se debate en Londres el derecho a perseguir a los que han vulnerado los derechos humanos; en un futuro muy próximo se dictarán las normas jurídicas de rango internacional para encauzar la libre circulación de capitales, de modo que se evite que los meramente especulativos minen la estabilidad económica y política de los pueblos. A la globalización económica ha de corresponder una jurídica, si no queremos caer en la anarquía de la que, al emerger al capitalismo, nos libró la conjunción creadora de Estado y Derecho.

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