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Pinochet y las transiciones

Jorge G. Castañeda

Aun si por desgracia Augusto Pinochet aprovecha los avatares de la diplomacia internacional y los resquicios de la justicia de Su Majestad y vuelve impune a Chile, su detención habrá servido para poner de manifiesto varias aristas contraintuitivas de la sociedad chilena, del nuevo estado de ánimo europeo y de las llamadas transiciones a la democracia. Podemos explorar las paradojas o semisorpresas de cada caso.La redemocratización de Chile a partir de 1989 descansaba supuestamente en la reconociliación más o menos resignada, más o menos esperanzada, de la sociedad chilena. Después de la aguda polarización de los años de la Unidad Popular y del subsiguiente enfrentamiento desigual y cruento propio de la dictadura militar, se entreabría un periodo de tolerancia y de autocrítica donde se rebasaban las tradicionales grietas políticas e ideológicas de Chile. Ciertamente, nunca imperó la simetría ni en los agravios, ni en las concesiones, ni en la magnanimidad: las víctimas de la dictadura pagaron con sus vidas, perdonaron sevicias sangrientas y abdicaron de convicciones que no por equivocadas o exageradas eran menos firmes o arraigadas que las de sus adversarios. Poco importa: la transición avanzaba, la sociedad chilena enterraba a sus muertos y demonios y avanzaba hacia estadios superiores de sensatez y concordia.

Las múltiples elecciones celebradas desde 1989 arrojaban una primera duda sobre esta superación del pasado. Detrás de resultados en apariencia inéditos, algunos observadores detectaban una extraña y obstinada persistencia de los famosos tres tercios del electorado: 30% de derecha recalcitrante, 30% de una democracia cristiana ambivalente y centrista, 30% de una izquierda dividida entre socialistas y radicales pertenecientes a la coalición de gobierno y una minoría comunista achicada pero combativa y refugiada en el autoaislamiento y el ostracismo. Asimismo, las estadísticas chilenas, pulcras y oportunas a diferencia de otras, mostraban otra inercia desconcertante. A pesar de diez años de esfuerzos obstinados de dos gobiernos de coalición demócrata-cristiana-socialista, la desigualdad chilena, a diferencia de la pobreza, perduraba: la distribución del ingreso y de la riqueza no se reponían del deterioro sufrido bajo quince años de autoritarismo.

Ahora, la detención del dictador en su clínica londinense viene a confirmar otra sospecha análoga, pero más grave: las heridas de la sociedad chilena, si heridas son, no han cicatrizado y la polarización de antaño no ha menguado. Los chilenos siguen profundamente divididos sobre el golpe de 1973, sobre la larga noche de terror que se abatió sobre su país, sobre las reformas económicas y sociales que lo acompañaron y sobre el lacerante dilema de cómo saldar cuentas con el pasado. El impacto de libros como el de Tomás Moulián -el best-seller Chile actual: anatomía de un mito- anunciaba la sobrevivencia del escepticismo y el desencanto; la convulsión nacional provocada por el arresto de Pinochet lo confirma. Si bien las encuestas revelan que una abultada mayoría de chilenos considera que Pinochet debe ser juzgado por los crímenes de los cuales se le acusa, también es evidente que una fuerte minoría estridente y belicosa no renuncia a sus años de gloria y plomo. Uno puede pensar, como es mi caso, que una polarización disimulada, barrida debajo de la alfombra por la realpolitik de la Concertación y por un dejo de hipocresía presente en algunos sectores de la sociedad chilena es mucho peor y más dañina que la realidad de las fracturas a cielo abierto. A la inversa, se puede considerar que lo que no se ve no se siente. Pero en cualquier caso, parece ya difícil pretender que Chile ha dejado atrás sus fisuras y desgarramientos. O quizás haya que aventurarse a otra explicación: los odios y las pasiones políticas e ideológicas suelen provenir, aunque sea de manera indirecta y elíptica, de brechas sociales ancestrales. Mientras no cambie lo uno, difícilmente cambiará lo otro.

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Una segunda conclusión que conviene resaltar yace en el comportamiento y el sentimiento europeos que dieron origen a la crisis. Es un hecho que gobiernos socialdemócratas como el de Blair en el Reino Unido y el de Jospin en Francia -más el primero que el segundo-, o como los flamantes equipos de Schröder en Alemania y de D"Alema en Italia, se caracterizan por una gran continuidad en materia de política económica en relación con sus predecesores. Nadie puede negar que Blair se ha ceñido en mucho al legado thatcheriano, y que Jospin difícilmente puede salirse del corsé macroeconómico impuesto por Bruselas, por el Bundesbank y por los mercados internacionales. Pero esa continuidad no obsta para que existan importantes rupturas en ciertos ámbitos, e incluso en el económico. Conforme pasa el tiempo y se desgasta el paradigma del pensamiento único, los partidos socialistas en el gobierno en Europa occidental (y oriental, por cierto) subrayarán sus especificidades en lo no-económico y comenzarán a manifestarlas en lo económico mismo. Entre los deslindes que enfatizarán -y que enfatizan ya, pero con mayor ahínco que antes- figura una sensibilidad mucho más a flor de piel frente a los temas de derechos humanos, de la ecología, del género, de la discriminación étnica y racial, de la desigualdad y del ajuste de cuentas con el pasado, propio y ajeno. Dicha sensibilidad proviene de la necesidad política, pero también de fuentes generacionales y personales: Schröder y Joshka Fischer, el nuevo ministro verde de Relaciones Exteriores de Alemania, fueron sesentayocheros, amigos de Cohn-Bendit y militantes de izquierda; D"Alema fue comunista en las épocas de Berlinger y del compromiso histórico, y muchos miembros del Gabinete de Blair desfilaron por Trafalgar Square durante los años setenta en protesta contra los golpes militares en Chile, en Uruguay, en Argentina y en otras latitudes. Los ingleses no podrán violentar los compromisos económicos de la señora Thatcher, pero pueden desconocer sus compromisos personales, protocolarios y sentimentales. Más aún: cuanto mayor sea el apego -cada vez más cuestionado- al recetario neoliberal, más fuerte la tentación de tomar distancia en otros terrenos.

La internacionalización de la justicia, de la normatividad ecológica, de los derechos laborales y humanos es, sin duda, uno de los ámbitos -controvertido, contradictorio y en ocasiones contraproducente- en el que la diferencia socialista podrá hacerse sentir. Ejemplo encomiable, ciertamente personal, pero no por ello menos noble y valeroso, es el rechazo de Fernando Henrique Cardoso a apoyar la gestión mediadora y "humanitaria" del presidente Frei a favor de la liberación del dictador chileno.

Una tercera inferencia susceptible de ser extraída del affaire Pinochet radica en sus lecciones y sugerencias para las tan llevadas y traídas transiciones democráticas. Desde que se puso de moda el tema a principios de la década de los ochenta, incontables académicos y numerosos políticos

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han disertado sobre y actuado en función de ciertas premisas básicas, casi consensuales. Entre ellas destaca claramente la tesis del indulto o del puente de plata para el enemigo que huye o que en todo caso acepta jubilarse. En la mayoría de los pactos tácitos o explícitos alcanzados en América Latina, en Europa del Este, en Asia y en África en torno a la partida de dictadores o al desmantelamiento de regímenes autoritarios se incluyó, tarde o temprano, pero de manera prominente, una cláusula de amnistía jurídica y política, acompañada en ocasiones de una avidez de saber sin castigar. Se trataba, a ojos de muchos, del precio a pagar, de una condición sine qua non, de un trago amargo inevitable para alcanzar o reencontrar una democracia representativa añorada y perdida.

Los problemas inherentes a este enfoque y su estrategia concomitante nunca fueron ignorados; simplemente se dejaron de lado. ¿Quiénes firmaron el pacto, en nombre de quiénes y con qué representación lo firmaron? ¿Qué tan libremente consintieron a él, tanto los dirigentes como los dirigidos? ¿Qué tan clara e informadamente fueron consultados los primeros interesados, a saber, los ciudadanos comunes y corrientes de cada país? ¿Cómo reaccionaría la comunidad internacional frente a pactos internos no necesariamente comprensibles o confesables ante una mirada externa apasionada y crítica? ¿Cuál sería la respuesta de sectores minoritarios, pero especialmente agraviados y opuestos al indulto, en particular? ¿Qué obstáculos, incidentes, accidentes y revelaciones podrían producirse en el futuro que invalidarían la condición de todo pacto: rebus sic stantibus?

La detención de Pinochet ha vuelto a colocar estas preguntas en la palestra, dirigiéndolas no sólo a los chilenos de una u otra estirpe política, ni únicamente a sus amigos en el mundo, sino a todos aquellos que en determinados momentos se han involucrado en transiciones exitosas, en curso o abortadas en sus respectivas naciones. El que más del 60% de la población chilena considere que el ex dictador debe ser juzgado -en Chile o fuera de su país- por los delitos cometidos justifica el cariño y el respeto que tantos latinoamericanos le tenemos a un país recto y consciente como pocos, pero también cuestiona varios supuestos en los que descansaba una transición vista como ejemplar por muchos durante mucho tiempo.

Gracias a su imprudencia y a su arrogancia, el hombre de los lentes oscuros de 1973 ha reabierto expedientes y capítulos de la historia que quizás nunca debieron haberse cerrado. Es lo único que se le puede agradecer.

Jorge G. Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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