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Cristales del metro

Detestan la integridad, la transparencia, la limpieza, la claridad. Un oscuro y torpe impulso les empuja hacia el atentado sobre las cosas, cuando a las cosas les importa un rábano lo que hacemos con ellas. Ni siquiera son originales, porque su actitud viene copiada de lo que perpetran otros gamberros en otras partes. Me refiero a la creciente agresión que sufren las superficies acristaladas públicas, los ventanales y las puertas del metro, las mamparas en la parada de los autobuses y, en general, cualquier tipo de vidriera que dé a la calle. Con punzones, navajas, sortijas baratas, cualquier tipo de cuerpo duro, rayan y empuercan la lisura de las que tienen fácil acceso. Alguien les dijo que es práctica reciente en Londres, San Francisco o París, y se entregan miméticamente a ello, sin el menor vestigio de justificación. El mal, el daño gratuito en estado puro.Hay partidarios -entre los que me encuentro- de los grafitos que, hasta hace unos años, pintarrajearon los vagones del ferrocarril suburbano de Nueva York, por ejemplo, que hemos visto directamente o a través de seriales televisivos. Nunca me gustaron, pero en aquella demostración late un extravagante medio expresivo, posiblemente fomentado por los vendedores de pintura a granel. Pocas tapias se libran en España de tales manifestaciones, que, al menos, indican entusiasmo y esfuerzo e incluso parecen brindar exóticos y esotéricos mensajes que quizá tengan destinatarios. Hay simpatizantes de quienes se toman estas libertades con paredes, fachadas y mobiliario urbano, y me guardo de calificarlo, porque carezco de información o sensibilidad para ello. Al fin y al cabo, la pintura se puede lavar, y cabe dar una mano uniforme que restituya el aspecto original.

Soy, aunque parezca petulante proclamarlo, usuario habitual del metro de nuestra ciudad, que tiene defectos, ¡cómo no!, pero también ocupa un lugar estimable entre los parejos continentales. Observo cierto aparente clasismo y aparente comodidad, vagones de mejor confort para trayectos de sedicente elegancia en la superficie, que en otros, o quizá sean figuraciones. Faltan escaleras mecánicas en algunos puntos, y no recuerdo que este servicio, tan agradecido por viejos y tullidos, llegue hasta el nivel de la calle. Lo hubo, en las salidas de Gran Vía, e ignoro qué espíritu deportivo las ha quitado, hace pocos meses. La verdad es que parecían el lugar predilecto para arrojar colillas, papeles e inmundicias, que las averiaban con gran frecuencia. La memoria llega fácilmente hasta aquel mamotreto, en la misma Red de San Luis: un ascensor que, por cinco céntimos, transportaba a los viajeros junto a los andenes. Lo echo de menos, por su aire peregrino y referencial de la capital de todas las provincias que siempre fue y es Madrid. El tiempo fugitivo se lleva las nostalgias por delante. Pese a cualquier empecinado espíritu crítico, el metro que tenemos, repito, es para sentirnos bastante satisfechos. De vez en cuando viene por estos lares algún amigo extranjero al que piloto por la red subterránea y escucho a menudo la lisonja de que es más racional y aseado que el de su lugar de origen, lo que me complace.

Hay todo un cursillo de sociología urbana entre los que utilizan este medio de transporte, variable según las horas del día o de la noche, que lleva gente, en general, ensimismada. Alguna vez he reseñado el hecho de que sean las mujeres las que con mayor frecuencia se dan a la lectura durante el recorrido, quizá porque en el bolso femenino quepa el libro, y el hombre, a lo más, despliega el Marca como alimento informativo portátil. Otro dato de comportamiento: aunque formalmente esté prohibido fumar dentro del recinto entero, ha sido aceptada la norma, sin excepciones, en los trenes, lo que es un avance en el ejercicio de la ciudadanía y la convivencia.

En algunos pasadizos acecha el peligro para los viajeros, físico y en sus pertenencias. El riesgo vive con nosotros, aunque no estaría de más extremar la vigilancia, sobre todo en el caso de los rateros, que son gente de hábitos constantes, en cierto modo previsibles. Y castigar con cierta severidad a esos imbéciles que deterioran, de forma irremisible, los cristales con innecesarias iniciales o torpes y apresurados trazos.

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