La voz de Jaime
El coche se quedó atravesado en mitad de la calle y la conductora, una hermosa mujer de edad media, salió precipitadamente, dejando a un niño desguarnecido en el segundo asiento delantero. "¿Le puedo besar?", preguntó la mujer al escritor de fama nacional que paseaba por la ciudad con un bastón innecesario. Conseguido el beso, la mujer quiso algo más, pero nadie en la comitiva llevaba papel. La madre se acordó de su niño y volvió la mirada hacia la ventanilla, mientras sonaban las primeras bocinas de los automovilistas detenidos. Rogándole al escritor que no se fuera, la madre corrió al coche, abrió la portezuela de atrás, hurgó en la mochila infantil y, al no encontrar nada mejor, arrancó una hoja impresa del cuaderno de inglés del niño. Sobre el cuadro explicativo de los pronombres estampó al fin su firma el escritor admirado, y la cola de los vehículos daba ya la vuelta a la manzana. Yo iba en uno de ellos.No hay que acusar de desnaturalizada a esa madre. Que tire la primera piedra quien no tenga una foto de un ídolo clavada con chinchetas en el corcho, quien no haya seguido de incógnito a una estrella con la esperanza de comprobar los rasgos de su cara, el que no aguantó la lluvia para ver pasar en coche cubierto a un dignatario extranjero. Un amigo mío guarda sus cigarrillos en la pitillera -carísimamente comprada- que perteneció a un actor inglés de su gusto, y yo mismo tengo en el armario las camisetas de Baudelaire, Wittgenstein y Hitchcock, y ni siquiera son su verdadera ropa interior; se encargan en un comercio de Nueva York que las estampa con la efigie de tus favoritos. Debe de haber gente inmune a todo vicio fetichista, pero no la conozco. Son los que no irían a recogerse en un cementerio delante de la lápida del artista que más momentos de bienestar les ha dado, ni comprarán la Antología personal de Jaime Gil de Biedma que Visor acaba de sacar en su colección de libro-discos. Ellos se lo pierden.
Esta última entrega de una serie que ya cuenta con magníficos precedentes de poetas vivos y muertos tiene más valor que ninguna otra. A mí, que tuve la fortuna de tratar intermitentemente al poeta barcelonés, me quita un recuerdo angustioso de la memoria; tres meses antes de morir, le llamé por teléfono para anunciarle el envío de la edición de Hamlet que yo había traducido y le estaba dedicada, en agradecimiento por los luminosos consejos que él, tan excelente traductor, me había dado un año antes. Aunque ya estaba en una fase de gravedad, se puso y hablamos unos minutos, pero no era él. Su voz pastosa, con la huella de un deje señorito, y el timbre permanente de la ironía, había cambiado, un efecto no infrecuente en la enfermedad que le mató. Esta grabación me devuelve la auténtica, y a quienes le leyeron y no le escucharon les dará idea de cómo recitaba este poeta de escasa y fundamental obra.
Los recitales de Gil de Biedma no sólo eran únicos por la belleza de aquella voz -que no llegaba nunca a ser solemne teniendo algo de oracular- sino por los comentarios, a menudo reveladores, que el poeta añadía antes de cada poema. En el libro-disco de Visor sólo están los versos, pero la revelación se produce. Jaime lee 42 poemas, entre ellos casi todas sus obras maestras (y la labor de recopilación del editor, Jesús García Sánchez, ha tenido avatares detectivescos, buscando cintas en Valencia, en Oviedo, y una, la más extensa, en Norteamérica, registrada, según fuentes apócrifas, como regalo del autor a un amor de allí), y a partir del séptimo, el célebre Vals del aniversario, la voz, en los primeros poemas levemente distorsionada quizá por una mala colocación del micrófono en el día de la lectura, se funde con el verso de un modo tan natural que nos recuerda lo que la poesía fue en sus orígenes: la palabra de un dios menor cantada para un público de ángeles abolidos como él, con toda la conciencia de que "lo que ha perdido / es lo que le consuela".
Babelia
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