Un hombre de acción
Aprovecho la mañana de sol para visitar a Blas, un campesino amigo mío, que apenas me ve comienza a hablarme de cosas claras y distintas. Es un hombre ya sesentón, robusto, activo, práctico, que parece incapaz de quedarse quieto y callado a un tiempo. De vez en cuando te golpea con el dorso de la mano en el pecho o te agarra del brazo, supongo que para exigirte presencia y militancia de oyente y certificar así sus palabras y asegurarse de que llegan tal cual a su destino. A este hombre no le basta sólo con el mero lenguaje. Si no llueve pronto y bien, los soles y los hielos endurecerán y secarán la tierra; si llueve mucho, se aguachinará, y tampoco será de gran provecho. Coge un terrón, lo desmenuza entre sus dedos y luego te invita, o más bien te obliga, a que hagas también tú el experimento. Ni mucha agua ni poca, sólo lo justo: ¿queda claro el mensaje?Yo sospecho que quien al hablar (e incluso al escribir, como da la impresión de que ocurre a veces con Unamuno) te toca, te echa el aliento, te tira de la manga, te empuja, te magrea y señala además a las cosas para dejar bien remachadas las palabras, se carga ventajosamente de razón. Si quieres discrepar, tendrías a tu vez que sobar al otro y apelar al entorno, pues si no, ¿qué fuerza de persuasión tendrán tus argumentos verbales frente al imperio, la evidencia, la plenitud de los sentidos y de la propia acción? Pero no hay tiempo de pensar más, porque ya Blas me agarra otra vez del brazo y me lleva a ver un caso curioso, una encina gigante que está seca y tiene el tronco hueco. Por el camino me informa de que en el hueco cabe un hombre entero, y dos algo apretados. Ahora se mete dentro para demostrar que él, el hombre Blas, cabe entero allí dentro. Acto seguido me empuja para que compruebe por mí mismo que también yo, el hombre Luis, quepo en el hueco con holgura. Por último se mete conmigo y nos apretamos los dos en la oquedad, y nos quedamos expectantes. "¿Ves? Ahora estamos los dos", y permanecemos allí un ratito para convencernos a fondo de la veracidad del enunciado.
¿Podría extraerse alguna lección de este ajuste perfecto entre la acción y la palabra? No hay tiempo de pensarlo, porque ya Blas ha pasado a otro asunto y está hablando de que éste va a ser un mal año de setas, y con un vasto ademán señala al campo, a modo de evidencia. Se agacha, arranca algo, quizá una seta o un indicio de seta, y me lo mete en la cara para que lo huela y me llene de la realidad "seta", tal como Heidegger (a quien yo sólo conozco de oído) diría aquello del "ser que es en sí mismo para sí propio", o cosa parecida. Estamos en el campo, entregados supuestamente al ocio, y así y todo no hay tiempo de recrearse en los placeres del pensamiento o la contemplación. Y es que con estos campesinos no hay forma de pasar en el campo un verdadero día de campo.
De pronto Blas se acuerda de que su mujer acaba de comprar una mesa de material sintético, y allá que nos precipitamos a verla. Entramos en la casa, y él nos enseña todo, y todo lo nombra y lo toca y nos lo hace tocar. "Ésta es la mesa", dice, y la zarandea un poco y luego le da un golpe recio en el tablero. Y tú: "Parece una buena mesa". "¡Toca, tócala! ¡Dale fuerte!". Y tú la tocas y la golpeas y pruebas su estructura, su solidez. Luego te echas atrás para mirarla en panorámica: es una pena que no se pueda hacer algo más con una mesa. "¿Qué tal?". Y tú, ahíto de experiencia, incapaz de cualquier palabra, resoplas y haces un gesto exculpatorio de abrumación. Cuando salimos afuera, yo ya estoy agotado de estar con Blas. "Está bonito el campo", digo, a ver si acaso esa apelación a la estética lo sosiega y lo saca de sus querencias, como hace el matador con el toro. Y, en efecto, por un momento Blas se calla, como si se hubiese acatarrado de súbito. Inmerso en las faenas agrícolas, para él el campo no es hermoso ni feo. Él es un hombre práctico, y quizá sus emociones no se nutren del color de la jara ni de la fragancia del cantueso. Hay un silencio de condolencia, como si yo hubiese comunicado una desgracia. Y claro, al no secundar Blas mi juicio estético sobre el paisaje (al que tampoco el juicio, por cierto, parece haberle afectado mayormente), yo me quedo mirando al campo con una mirada un tanto estúpida, y me siento solo e incomprendido por Blas y por el propio hermetismo de la naturaleza.
Pero inmediatamente dice Blas: "Mañana matamos un chivo y nos lo comemos". Tú haces aspavientos y gestos de que no, de que esa breve secuencia de acontecimientos es poco menos que imposible. "Pobre chivo". "¡Anda, ¿y para qué están los chivos si no?", dice él. Y explica con la voz y las manos lo que harán con el chivo. Lo matan, lo despellican, lo trocean, lo meten en el caldero y hacen caldereta. Luego, se lo comen. ¿De qué manera? La cuchara en la mano, un paso adelante y otro atrás. ¿Alguna duda sobre el sentido del mensaje?
Poco después hay un momento en que representamos una clase elemental de grámatica. "¿Qué árbol es ése?". "Un peral". "¿Y ese canto?". "Es la abubilla". Por si acaso, imita el canto que estamos oyendo. "¿No oyes? Poi poi". Y la abubilla ratifica a lo lejos: "Poi poi". "Ahí la tienes", dice Blas, convirtiendo en magia la obviedad. "Hace buen día", le digo. "Sí, pero tiene que llover. Ni mucho ni poco, sólo lo justo. Tú ya sabes cómo son estas tierras", y mira al suelo con ganas de agacharse. Yo siento la amenaza del misterio que encierra lo evidente, y siento vértigo ante la transparencia absurda o insondable, no lo sé, que tiene a veces el lenguaje. Estoy a punto de decir algo, pero noto que no hago pie ni en la sensación ni en las palabras y me sale sólo un balbuceo de náufrago. Vagamente, me acuerdo de Wittgenstein, a quien (como me ocurre con Dante o con Milton) no he leído, aunque sí releído. Y de pronto descubro que algo en el aire, o en el alma, me invita a ser feliz. Las cosas están donde deben, cada cual con su nombre. Uno puede olerlas y tocarlas, por si acaso el nombre no fuese suficiente. El sol está ya alto y empieza a calentar. Pasa un perro. Seguro de mí mismo, casi como quien echa al tapete un naipe ganador, digo: "Ahí va un perro", y me siento orgulloso de mis palabras, humildes y eficaces, y a su modo inefables. "Mañana matamos el chivo y nos lo comemos", dice Blas. "Paso adelante y paso atrás", digo y escenifico yo. "¡Ahí está!", me coge él la palabra.
Y ahora nos callamos. El silencio es acogedor, y nadie es responsable de él, y nos envuelve con la misma inocencia impasible del campo. "¿Quieres que te enseñe un pozo que acabo de hacer a medias con un zahorí?", dice Blas, y antes de echar a andar me coge del brazo, no vaya a escaparme o a desaparecer por arte de magia. Y, la verdad, en ese instante yo no sé si entregarme definitivamente a la felicidad o a la desdicha.
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