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Tribuna
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El bufón analfabeto

Leí en este periódico la opinión de un lector, Víctor Manuel Vegazo, de Sanlúcar de Barrameda, indignado y abochornado por un personaje "indignante y bochornoso" de la serie de Tele 5 Médico de familia: una criada andaluza en Madrid, condenada a servir, ocurrente y graciosa, bufona de sus señoritos. Bufona también del público que ve la televisión, bufona nuestra, diría yo. Lo que hace reír a los seguidores de la serie, según V. M. Vegazo, es esto: la criada es casi analfabeta y tiene genio, aunque se trata de un genio inocente, que le sale del alma en un acento andaluz exagerado, chillonamente marcado frente a los modos de hablar de los protagonistas de la historia. No me extraña que una serie de televisión repita otra vez un personaje muchas veces repetido, en las zarzuelas, en el teatro de Pemán y los Quintero, en el cine de todos estos últimos años (es decir, desde antes de 1940), triste películas de carcajadas tristes. Todas esas bromas literarias zaherían y ridiculizaban un modo de vivir, más que un modo de hablar: eran mofas que mordían en los pobres, en los inofensivos. No me extraña que se prolongue sin fin esa larga tradición moral y artística. Pero me admira que sea precisamente la televisión autonómica andaluza la que ofrezca una nueva versión de ese tipo andaluz y jocoso: algunos de sus programas de variedades eligen a sus invitados según el esquema del gracioso andaluz que a V. M. Vegazo le resulta literalmente indignante. Porque hay programas de la televisión andaluza que llenan su escenario y su público con personajes graciosos y ocurrentes, bufones para el espectador y para sí mismos, gente casi analfabeta o que orgullosamente se finge casi analfabeta, de acento y ademanes exagerados. Y no son inventos literarios: son reales, público en el plató, enfocados y celebrados por saber hacer determinadas chocarrerías. En los casos más extremos, el locutor o la locutora olvidan su modo usual de hablar e imitan la voz y el vocabulario y las expresiones del invitado irredento. La presentadora obliga a repetir cierta expresión, cierta alharaca: como el antropólogo que estudia tribus indígenas, y provoca expresiones, acentos, muecas salvajes. En el colmo de la crueldad inconsciente, divertida, simpática, para morirse de risa, la locutora imita a su víctima: como aquellos niños que nos perseguían en el colegio repitiendo nuestros movimientos, nuestras palabras, incansablemente, convirtiéndonos en parodia de nosotros mismos, cosa ridícula, bufa y burla. Es que somos así, me dirá alguno, o así somos muchos y así queremos ser y vernos en el espejo: estrepitosos y espontáneos. Es verdad: nuestra historia se encarna en nuestro cuerpo, en nuestra manera de mover las manos y la lengua y los labios y la cara. Nuestros gestos más nuestros e involuntarios son hechos sociales: en nuestra forma de hablar, andar, vestir, beber, fumar o reír, está impresa nuestra historia. Me gustaría tener conciencia de mi lengua y mi cultura. Pero ser consciente de quién se es no significa rendirse alegremente a la fatalidad de ser reducido a bufón y analfabeto.

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