Mujeres
Hablar sobre el trabajo resulta poco poético. Los grandes sentimientos que habitan en el algodón de nuestras almas, esos sentimientos naturales que mueven a los poetas puros y a los políticos nacionalistas, no se exaltan con las verdades del carbonero, se incomodan en el horario de la rutina y prefieren vivir junto a la perfección de las nubes, con una túnica blanca y un rayo de castidad en los ojos. Nada parece menos poético que el trabajo, y sin embargo la verdadera poesía se juega siempre en los cimientos vulgares, en los matices de la infraestructura. El Congreso Internacional sobre el Empleo, organizado en Torremolinos por el Ministerio de Trabajo, nos recuerda la discriminación de la mujer en los vulgarísimos asuntos laborales. La realidad, la implacable certeza de los datos, demuestra que la mujer trabajadora vive acosada por la desconfianza, la limitación de responsabilidad, los prejuicios, el despido por causa de embarazo y los sueldos desiguales. Un pan envenenado, una panadería indigna. Según el consejero Guillermo Gutiérrez, el convenio de la aceituna consagra que las mujeres ganen 800 pesetas diarias por debajo de los hombres. Si tuviéramos un mínimo de sentido democrático, deberíamos ponernos en huelga general y paralizar el país hasta que se terminase esta explotación de una vez para siempre. Incluso cuando defienden causas justas, las sociedades suelen enseñar sus colmillos reaccionarios. La discrimanción laboral es un problema más grave que las agresiones personales, por el número de mujeres a las que afecta, por la limpieza hipócrita de su violencia y por los resultados sociales, ya que las palizas son en la mayoría de los casos el último capítulo de una organización laboral envenenada. Más allá del rechazo justo de las agresiones y de la inmediata respuesta legal, me parece algo sospechosa la sobreactuación, la teatralidad, con la que viven muchos insignes ciudadanos la barbarie de la violencia doméstica. Tengo la impresión de que duelen más las bofetadas sobre el fantasma de la familia tradicional que los moratones en el cuerpo de la mujer. La arcangélica reina de la casa, la que se debe a sus hijos y a su hogar, la pura metáfora del sentimiento, la que ni por un momento debe pensar en salir a la calle y exigir un sueldo idéntico al de los hombres, la casta esposa, merece nuestra defensa más absoluta, porque levantarle la mano significa romper el cristal de la urna. Las sociedades convierten en intocable aquello que necesitan excluir de los ámbitos de poder. Por eso la poesía y las mujeres, reinos de pureza vestidos de blanco para renunciar a su voz propia, se dan la mano con tanta frecuencia en el pensamiento burgués. Las metáforas, los símbolos de la dignidad ética y sentimental, no deben sentarse en los sillones vulgares donde el dinero decide los destinos de nuestras vidas. Así las cosas, me parece conveniente reivindicar un poco de vulgaridad, descubrir la poesía de las infraestructuras y cambiar las alas de los ángeles por un sueldo justo al final de mes. La discriminación laboral de las mujeres no es un asunto de mujeres, afecta a toda la sociedad, al corazón mismo de su idelogía.
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