Ni bodegas ni bodegones
La historia de este hombre es la de sus fugas. La primera fue escaparse de la sonoridad vinatera de su apellido. Manuel Barbadillo, pariente de los Barbadillo sanluqueños y bodegueros, vivió nada más nacer un tránsito de la manzanilla al aguardiente. Vino al mundo en Cazalla de la Sierra en 1929. "Gente de mi familia compraron la firma de anís El Clavel. De chiquillos, volvíamos de jugar y nos pasábamos por la fábrica donde las mujeres ponían las etiquetas". Este Barbadillo huyó del destino de la bodega y corrió serio peligro de desembocar en los bodegones. Hijo de abogado, estudió Derecho, pero no estaba llamado para lidiar pleitos y contenciosos. Lo suyo era la pintura. Es el más bohemio, el más artista de los siete hijos del abogado; también fue a veces el más pobre. Y el menos sevillano. "Eso me decía Romero Ressendi, que no parecía sevillano; él que después topó con la Sevilla inquisitorial cuando pintó Las tentaciones de San Jerónimo". De sus siete hermanos, sólo uno apuntaba maneras. "Iba para buen escultor, pero se matriculó en Medicina. No terminó la carrera y acabó de jefe de personal de Olivetti". Todas las llamadas las metabolizaba para proseguir su huida. Hasta la llamada de la patria. El servicio militar en Melilla propició una fascinación de casi cuatro años hacia Marruecos, país que recorrió en moto. Vivió en Fez, en Tánger, en Casablanca. Allí entendió la deuda de Picasso con la escultura africana. La siguiente fuga tenía forma y nombre de mujer: una neoyorquina llamada Jane a la que conoció en Torremolinos. Se enamoró perdidamente de ella, que estaba de vacaciones y volvió a su país. A Barbadillo, Sevilla le resultaba un desierto oscurantista que también había conocido el tránsito político del espanto falangista al tedio tecnocrático. "París había pasado de moda, ya no era la ciudad que embrujó a Vázquez Díaz; y Roma siempre me resultó demasiado académica". La duda la resolvió el amor. Decidió seguir la pista de aquellos ojos que vio en Torremolinos. Llegó a Nueva York en 1958. Una ciudad puesta de pie, como la definió Céline. Una urbe en la que descubre el pop y en la que vende casi toda su obra marroquí. "No me arrepiento de irme a Nueva York; a veces me arrepiento de haber vuelto". Ese viaje selló una alianza entre los tambores africanos y los ordenadores. Se despedía del arte figurativo de sus inicios, de los retratos que hacía por encargos familiares o domésticos. Su obra empezó a hablar inglés: el traking y el skipping, como llamaría a los movimientos continuos y discontinuos de su obra. Se confiesa pitagórico. Los catetos sevillanos se hermanaron con la hipotenusa neoyorquina. Descubrió el minimalismo y muchos años antes de la oveja Dolly experimentó con la repetición como una de las bellas artes. Volvió a Sevilla, donde resonaban las homilías del cardenal Segura. "En una de ellas recordaba en la catedral que él no había votado al Papa. Fue muy sonada". 1968. Contra aquel espíritu tridentino, no se fue a hacer el mayo francés. En abril de ese mítico año se apuntó a un curso sobre ordenadores en el Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid y fue uno de los fundadores del seminario sobre arte en sus aulas. Intercambió experiencias del Computer Art con matemáticos, lingüistas y arquitectos. Sus tentaciones son modulares y moleculares; su estética es hija de los números y del juego de contrarios. Este Barbadillo que huyó de bodegas y bodegones expone su obra de los 90 en la galería sevillana de Félix Gómez.
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