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La venganza de Pörtschach

Xavier Vidal-Folch

La cumbre de la UE en Pörtschach ha plasmado un doble desquite. Ha vengado la anterior de Cardiff, proponiendo más Europa en vez de menos. Lo ha podido hacer porque han cambiado algunos protagonistas: el combativo Jacques Chirac, que en junio postulaba guillotinar a Bruselas, ha perdido fuelle en beneficio de Lionel Jospin; el Helmut Kohl exangüe frente a los länder cedió el paso a Gerhard Schröder; el escurridizo Romano Prodi, al vertebrado Massimo D"Alema. Porque se ha consagrado una nueva mayoría de coloración rojo suave, que antes quedaba compensada por el enorme peso político de Alemania y personal de Kohl.Y, sobre todo, porque la crisis financiera internacional ha enseñado en estos escasos meses sus afiladas uñas: en tiempos de turbación financiera internacional, hacer mudanza hacia un ensimismamiento nacionalista de corte defensivo equivale a desarmarse y dilapidar el potencial expansivo e internacionalista de la moneda única. Cardiff ha fallecido. Esperemos que no resucite.

La segunda venganza es concomitante. El espaldarazo a un nuevo rumbo en la política económica europea -con énfasis en el crecimiento y el empleo equiparado al menos con el acento en el rigor presupuestario- demuestra que Maastricht no era el pensamiento único. Algunos, neoliberales, para prevalerse del tratado, y otros, paleoizquierdistas, para el fin inverso de criticarlo, así lo sostuvieron. Pues no es así. Lo que imperaba era una lectura restrictiva del tratado, que amputaba de su primer adjetivo a la unión económica y monetaria, hurtaba el objetivo escrito del crecimiento económico y el empleo, y entregaba la política al comité monetario, a los banqueros centrales. A los burócratas, en fin, pero más que a los de Bruselas, nacionales.

Pörtschach es así "el triunfo de la política", como postulaba el escribidor de Ronald Reagan, pero en signo contrario, el de la suave socialdemocracia que pretende completar los logros macroeconómicos de la revolución liberal y suplir sus carencias. Y su gran protagonista ausente, el denostado y añorado Jacques Delors.

Harina de otro costal es cómo se hilvanan las recetas concretas para aplicar el nuevo ideario. ¿De dónde se extraerán los recursos -escasos- para impulsar infraestructuras y consolidar el crecimiento sin poner en peligro los logros de la política de convergencia? ¿Seguirá creativamente el poderoso Ecofin las nuevas pistas o las obstaculizará con el filibusterismo de los técnicos? ¿Aceptará el Banco Central Europeo que su independencia no equivale a omnipotencia? La experiencia aconseja moderar el alborozo y no descartar el empantanamiento. Y la experiencia demuestra que el orden europeo arrastra una antigua perversión: los líderes en Consejo Europeo proponen y sus ministros de Hacienda disponen.

El triunfo de la política es también resultado de que otras realidades -además de las económicas y financieras- acaban, tozudamente, por imponerse por encima de los textos sin ambición, como el del Tratado de Amsterdam. El replanteamiento del debate sobre política exterior y de defensa, con el significativo giro aperturista del Reino Unido, lleva la impronta de los Balcanes, de Kosovo. La propuesta de elevar el perfil de míster Pesc al de un político de tomo y lomo en vez de mantenerlo como un simple funcionario es su primera consecuencia. Y la convocatoria de una cumbre sobre asuntos de justicia e interior revela también que Amsterdam fue demasiado insuficiente.

Los jefes de Estado o de Gobierno de la generación post-Maastricht, reunidos a solas sin decorativos ministros de Exteriores ni prepotentes titulares de Economía, se han tomado gusto. Celebrarán más cumbres, se interconectarán más. Han iniciado una primerministerialización de la construcción europea. Bienvenida sea si consagra el triunfo de la política. De la Europa política.

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