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Tribuna
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Adiós a la paz (de Westfalia)

Andrés Ortega

Dos eventos han marcado estos días un nuevo cambio de rumbo en el orden internacional. Ambos rompen los moldes en los que el mundo estaba instalado, quiebran fronteras y debilitan el orden estatal. Es el fin de algunos principios y el principio de otros. El primero, ha sido la decisión de la OTAN de autorizar atacar militarmente objetivos serbios, aunque sea una decisión que ha quedado en suspenso. El segundo, detener a Pinochet en Londres a petición de un juez español.La decisión de la OTAN implica dos novedades: es la primera vez que la Alianza Atlántica hubiera atacado -y aún puede hacerlo- a un Estado, en Europa, como es la federación yugoslava, a la que ¿aún? pertenece la provincia de Kosovo, por un asunto que recae bajo la jurisdicción de ese Estado, sin que medie una situación de autodefensa frente a un ataque o la petición de otro Estado agredido. Es más, la decisión de la OTAN no cuenta con una autorización expresa del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que se había convertido en el órgano legitimador de intervenciones internacionales. La OTAN se ha abierto, así, un nuevo camino en el derecho de injerencia y de intervención al margen de la Carta de las Naciones Unidas.

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La actitud de la OTAN se justifica por razones humanitarias, en defensa de unas minorías oprimidas e incluso de la estabilidad regional. Es, sin embargo, un paso no exento de problemas porque crea un precedente al que pueden agarrarse otros en otras zonas del mundo, sea Rusia en el Cáucaso, o China en su vecindad. No les faltarán razones o excusas para proteger a minorías étnicas.

En cuanto al caso Pinochet, acabe como acabe, ha puesto de relieve la existencia de un red jurídica que se ha ido tejiendo en los últimos años, tanto por medio de legislaciones nacionales más avanzadas, especialmente en Europa, como de tratados internacionales que han supuesto una mutación del derecho internacional. Así, por ejemplo, el Código Penal inglés de 1988 incorpora el convenio de 1984 contra la tortura, que obliga a procesar en aquel país a los individuos responsables de tales crímenes, aunque se hayan cometido fuera de él. En este caso, si se suman diversos convenios internacionales, la propia legislación española, y el acuerdo de extradición entre España y el Reino Unido, se puede apreciar la existencia de esta nueva red que constituye una especie de jurisdicción, universal en algunos casos, o al menos transnacional. De hecho, poco antes de la muerte del sanguinario Pol Pot, se pensaba sacarle de Camboya para trasladarlo a Canadá, donde el genocidio es penado se cometa donde se cometa. El principio de crímenes que no prescriben se va asentando. La falta de refugio para los criminales también. Laos quedan pocos. En Europa, además, existe una legislación y jurisdicción supranacional con los tribunales de Luxemburgo (UE) y de Estrasburgo (Consejo de Europa).

En tal caldo de cultivo se aprobó en julio pasado la creación del Tribunal Internacional Penal (TPI) permanente, cuya necesidad se hace ahora notar más que nunca. Probablemente estemos, en todos estos ámbitos, en una fase de transición, con movimientos y avances a menudo confusos. En esta erosión del principio de la no injerencia y esta potenciación de una jurisdicción universal, hay que añadir el creciente papel de las organizaciones no gubernamentales (ONG) y diversos movimientos ciudadanos, ya sean nacionales o transnacionales. De la mano de estas diversas globalizaciones y del nuevo derecho de intervención, estamos dejando rápidamente atrás ese mundo que surgió hace 350 años de la paz de Westfalia - aniversario oficialmente celebrado el pasado sábado-, y que consagró ese principio de no injerencia en los asuntos internos, desde el cuius regio, eius religio, que venía a ser un "¡allá cada cual!". Ya no. ¡Adiós a Westfalia! ¡Bienvenidos a la nueva complejidad transnacional!

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