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La alegría de volver a hablar en voz alta

De Oiartzun a Neguri, los vascos vivieron la jornada electoral con calma e ilusión, reconfortados por la paz recién estrenada

Ya va para dos años que se quitaron el luto. A una la convenció el cura. La otra sufrió un arrebato involuntario de presentimiento. Hay dos mujeres en un pueblo de Guipúzcoa que todos los días, al caer la tarde, se acercan juntas a la iglesia y oyen misa, apoyada la una en el dolor y en los achaques de la otra. Las dos perdieron a sus hijos por culpa del terrorismo. A uno lo mató ETA; al otro, los disparos de la policía. Ayer fueron juntas a votar.Su historia de agravios compartidos se parece algo -o quizá mucho- a la que se desarrolló ayer en el País Vasco de nueve de la mañana a ocho de la tarde. Durante más de once horas -la jornada electoral y el posterior recuento de votos-, hombres y mujeres de convicciones muy diferentes permanecieron sentados alrededor de 2.477 mesas electorales. Unos, por azar -los presidentes y vocales-, y otros, por militancia -los interventores y apoderados-, pero todos liberados del luto negro de las pistolas, con la paz recién estrenada, fueron charlando, conociéndose, compartiendo bocadillos y tragos de vino en vasos de plástico mientras sus vecinos iban votando, decidiendo lo que tiene que pasar. Fuera no dejó de llover en todo el día, pero dentro -entre la alegría de las pizarras y las tizas de colores- no se recuerda un día más luminoso.

El reloj del Ayuntamiento de Oiartzun (Guipúzcoa) fue a dar las once de la mañana entre fotografías de terroristas presos y un gran cartel blanco con letras negras: "Anartz y Mikel. Bienvenidos". Los nombres de dos jóvenes del pueblo detenidos por su presunta vinculación con ETA y luego puestos en libertad bajo fianza. El sábado por la noche, vísperas de elecciones, sus vecinos les dieron la bienvenida con honores de héroes. Así que cuando el primer votante llegó al colegio público Elizalde, justo a la espalda de la sede municipal, aún no había dado tiempo de barrer las botellas rotas de una juerga tan reciente ni de borrar las pintadas -ya inútiles- que pedían su libertad.

"Aquí también hemos llorado mucho, no se crea, y por eso también queremos, como el que más, dejar los llantos para siempre". Edurne tiene más de 80 años y una artrosis en la rodilla izquierda. Ha llegado al colegio en un coche blanco, manejado por un joven barbudo que permanece en silencio mientras la abuela habla. "Éste que usted ve aquí", y lo acaricia desde detrás de su vista cansada, "ya estuvo en la cárcel, ya, y, aunque él no quiere decirle nada, yo le digo que le pegaron y que luego tuvieron que ponerlo en libertad porque no consiguieron probarle nada. Pero un amigo suyo todavía está allí, en una cárcel de Madrid. ¿Cuántos años lleva ya?".

El castellano, en Oiartzun, sólo se emplea para hablar con el forastero que se acerca, curioso, a la exposición de setas y hongos montada en los soportales de la plaza. Ángel Mari tiene 18 años y el pelo largo. Va con su papeleta a votar. Es la primera vez y no siente ni emoción ni nada: "Yo lo hago por cumplir. Que no me meto en líos. Del trabajo a casa y de casa al trabajo. Y los fines de semana, con la novia al monte. No me hable de política, eh". ¿Y los presos? "Pues... que los suelten".

Hay entre Oiartzun y Ermua un pueblo pequeño, todavía en Guipúzcoa, desde el que se divisa la autopista...

-No ponga usted nuestros nombres ni el del pueblo. Queremos seguir viviendo en paz y no convertirnos de pronto en atracciones de circo.

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Hace ya muchos años que enviudaron. El destino se ensañó con ellas cuando ya se habían quedado una vez solas. Al hijo de una -policía de profesión- lo mató ETA; el de la otra murió en un enfrentamiento con la policía. Aunque antigua y con buenos cimientos, la amistad de las dos mujeres amenazó con venirse abajo. Apenas se hablaron durante una temporada. Luego, un día, el cura las sentó en la sacristía:

-No habrá paz en el País Vasco hasta que todos hablemos sin tapujos de nuestros muertos y de nuestros errores. Así que no estaría mal que os fuéseis quitando esas ropas negras, que sois muy jóvenes todavía.

Una de las mujeres obedeció enseguida. La otra pensó después que quizás aquella ropa, tan oscura, le estaba espantando la alegría de seguir viviendo.

Ayer quedaron para acercarse a votar. Tras la mesa electoral, junto al presidente y los vocales, el interventor de Euskal Herritarok llevaba puesta una camiseta para reclamar la libertad de los presos. Sobre el algodón blanco, unas rejas, y detrás, los ojos de un hombre joven, la mirada perdida.

Antes de la tragedia, el pueblo de Ermua, ya en Vizcaya, se parecía mucho al de ayer. Un lugar bullicioso, de gente trabajadora, alegre, vestida de domingo los días de fiesta y de faena todos los demás. De familias mixtas, formadas por vascos antiguos y emigrantes de Galicía, Extremadura, Andalucía... De bares donde el gazpacho, la empanada y el bacalao al pil-pil se podían tomar igual en pinchos que en tapas. Un pueblo al que Antonio y Begoña llegaron hace ya 30 años. "Aquí se vivió bien hasta que mataron a Miguel Ángel Blanco. Desde entonces", asegura Antonio, "la gente no había vuelto a salir junta a la calle por un buen motivo. Hoy, en cambio, parece que todo ha vuelto a ser como antes".

Ni en una escuela, ni en un instituto, ni siquiera en un ambulatorio. La mayoría de los vecinos de Ermua votaron ayer entre la panadería de Manolita y la frutería de Marisol. Justo en el patio del mercado de abastos, donde el resto de la semana los tomates disputan el sitio a los melocotones. A una de las cabinas para preparar el voto, construida de panel contrachapado, le faltaba la cortinilla para guardar el secreto y un operario decidió sustituirla por el escaparate de la floristería de Mariasun. Desde dentro, una pareja de jilgueros y otra de canarios iban llenando de cáscaras de alpiste las papeletas del PNV, las de IU, las del PP. Iban cantando, a su manera, la intención de voto. Un interventor del PP intentó que su colega -valga la expresión- de Euskal Herritarrok se pusiera un jersey encima de la camiseta por los presos. No lo consiguió.

En el otro extremo del pueblo, bajo la lluvia, la familia del concejal asesinado acudió a votar en silencio. María del Mar, la hermana de Miguel Ángel Blanco, le dijo a los periodistas que "ojalá las elecciones traigan cosas positivas para el País Vasco; ojalá ayuden a vivir en paz y en libertad". Primero votó ella; luego, su madre; al final, callado, el padre. El reloj aún no había dado las dos.

Ya en Bilbao, separados por la ría del Nervión, dos mundos absolutamente diferentes. La orilla rica frente a la pobre. Barakaldo frente a Neguri. El feudo tradicional del socialismo contra el barrio de la oligarquía financiera vasca. Xabier, apoderado del Euskal Herritarok, está apostado en la entrada del Instituto Julio Caro Baroja, al final de la calle de los Fueros, en el corazón de Neguri. "Aquí hay urnas", se resigna, "donde no conseguiremos ni un voto. Qué se le va a hacer".

Dice Xabier, nieto de un militante del PP, que, antes o después, " la derecha española" le terminará quitando al PNV el municipio de Getxo -al que pertenece Neguri, oasis de riqueza-. Y hasta lo explica: "Los dos son de derechas, pero los del PP, además, son del Opus Dei y suelen tener un montón de hijos que antes o después terminarán votando al PP". Xabier asegura haber convertido con los interventores del PP conversación y hasta bocadillos. "Esto", se aviene a explicar, "ha dejado de ser lo que los periódicos suelen contar. Aquí, la fractura social es mucho menor de lo que la gente cree fuera de Euskadi. Me he llevado todo el día hablando con gente del PP, con señoras muy bien arregladas y con tipos de corbata de Loewe, podridos de dinero, y no ha pasado nada. ¿O qué te crees? ¿Que aquí nos comemos crudos unos a otros?".

Mario, de 23 años, estudiante de Medicina y militante de las Nuevas Generaciones del PP, corrobora en cierta manera las palabras de Xabier -"aquí nos conocemos todos y no hay más remedio que convivir"-, pero planta un pie en la pared cuando se habla de violencia:

"Si vosotros -se dirige a Xabier- condenárais los atentados, otro gallo cantaría. Puedo llegar a estar de acuerdo contigo hasta en la chorrada esa de la autodeterminación, pero se me ponen los pelos de punta cuando pienso que tú, que pareces un buen tipo, no sufres con los asesinatos. Qué locura".

"Eso no es así -le corta el interventor de EH-. Claro que sufrimos. ¿Tú crees que a alguien como yo le gusta desaparecer y entregar su vida por un ideal? ¿Tú crees que nos gusta matar?".

Xabier y Mario siguen hablando. Deben de tener la misma edad y hasta ayer -tiempo de elecciones, tiempo de tregua- se habían cruzado un día sí y otro también por el barrio, sin saludarse, uno recelando del otro. Ayer no se levantaron la voz. Incluso cuando la conversación fue metiéndose por terrenos tortuosos, donde el acuerdo todavía es imposible con las pistolas tan recientes, Xabier cambió bruscamente de tercio:

-Lo que no entiendo de vosotros los españoles es la afición por los toros y los duques. Hay que ver la que se lió en Sevilla con la boda del torero y la duquesa. Con lo que han sido los duques de Alba, que les han quitado a los andaluces la tierra. Con la de terreno que tenían podían haberse construido incluso su propio país.

Ayer, desde Oiartzun a Neguri, hubo quien, con su voto, quiso depositar en la urna un ramo de flores para un hijo que nunca debió morir. Y quien soñó cambiar la papeleta por la llave de un penal. Otros, la mayoría, recuperaron la alegría de hablar en alto con el vecino de enfrente.

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