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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Vuelta a empezar

El País

EL NUEVO primer ministro italiano, Massimo d'Alema, aseguraba el viernes, antes de obtener la confianza de la Cámara, que su Gobierno centro-izquierdista, que sustituye al que encabezaba Prodi al frente de la coalición El Olivo, "nace para hacer reformas constitucionales, electorales y sociales". Probablemente, la solemnidad del momento -primera vez en medio siglo que un antiguo comunista llega al palacio Chighi y dos de sus correligionarios ocupan carteras (Justicia es una)- explica esa ambiciosa formulación. Porque nada sustancial ha cambiado en los mimbres de la política italiana. En términos de estabilidad y de desencanto ciudadano con la manera de hacer política, Italia sigue lejos de resolver sus problemas, y el nuevo Ejecutivo habrá de afrontar las mismas trampas y carencias que derribaron al número 55. El árbol que sustituye al marchito Olivo es, en el mejor de los casos, de desarrollo incierto. D'Alema no llega al poder tras una victoria electoral, sino por un pacto de mesa camilla característico de los partos gubernamentales italianos. Tampoco preside un Gabinete coherente a la izquierda, pese a que sea el jefe de un partido socialdemócrata que, con un 21%, resultó el más votado en 1996. Por el contrario, encabeza una volátil alianza de comunistas y ex comunistas, verdes dispersos, centristas y el partido católico creado de la nada por Francesco Cossiga, auténtica clave de bóveda y que hasta ahora formaba parte de la oposición de derechas. Al jefe del Gobierno italiano no le debe de tranquilizar saber que su supervivencia política depende de los 31 diputados de un hombre impredecible que lleva 40 años en un Parlamento en el que entró como democristiano. Y que como subsecretario de Defensa estuvo vinculado a un programa clandestino de la OTAN -red Gladio- que preveía el recurso a la fuerza si los comunistas llegaban al poder en Italia.

Las pretensiones de D'Alema de llegar a un sistema "moderno, bipolar y completamente democrático" para Italia son más que loables. Pero realmente difíciles de llevar a la práctica cuando uno debe contar con el visto bueno de hasta nueve partidos en el Parlamento para gobernar en mayoría. Una Cámara de cuya fragmentación da idea la presencia en ella de cuatro formaciones provenientes de la Democracia Cristiana, dos comunistas y una ex comunista, tres de origen socialista, amén de una fascista y otra que lo fue. El mismo reparto de las carteras ministeriales, con la ampliación en cuatro para contentar a todos los socios, muestra lo difícil que sigue siendo romper la vajilla de la aritmética parlamentaria.

El primer ministro se ha presentado al Parlamento como un capitalista convencido -compromiso con los objetivos económicos de la UE y con la OTAN, profundización de las privatizaciones, sordina a las 35 horas semanales- y ha obrado cuerdamente al anunciar continuidad con la política económica diseñada por su antecesor, el profesor Prodi. No sólo respecto a los presupuestos para 1999, todavía sin aprobar, sino manteniendo al exigente Carlo Ciampi al frente de las finanzas. En vísperas de la inauguración de la era euro, Italia necesita (y sus socios europeos esperan también) una dosis masiva de normalidad política y económica. D'Alema tiene su oportunidad.

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