Legítima intervención
Somalia, Ruanda, Bosnia, Kosovo, Pinochet... Sería una exageración decir que nunca en la historia se violaron los derechos humanos tanto como en la actualidad. Sin embargo, es posible afirmar que nunca como hoy ha tenido tanta repercusión e impacto en la conciencia de millones de personas. Ello es debido, afortunadamente, a un mayor grado de sensibilización colectiva en Occidente y a la difusión de las barbaridades que permite hoy la moderna tecnología de la comunicación. La rebelión multitudinaria de las conciencias está felizmente conduciendo a un cada vez más audible clamor en pro de la intervención para poner coto a tanta iniquidad. Aun dentro del marco y doctrina de Naciones Unidas, hay quienes se oponen a toda intervención alegando que la paz y seguridad internacionales están por encima de cualquier otra consideración. El principal fin de la ONU, dicen, es el mantenimiento de la paz y cualquier otro ha de subordinarse a éste. La defensa de los derechos humanos no puede contradecirlo. Hay, empero, otra escuela que pregona la necesidad y legitimidad de la intervención humanitaria. Sostiene que, por muy respetable que sea la soberanía, hay algo más respetable: el derecho de la humanidad, que no debe ser violado. De ahí que una soberanía no respetuosa con los deberes internacionales deja de ser internacionalmente respetable. La profesora de la Universidad de Valencia, Consuelo Ramón, ha escrito una buena monografía sobre el particular (¿Violencia necesaria? La intervención humanitaria en Derecho internacional, Trotta, Madrid, 1995). Adalid de esta escuela es Mary Robinson, alta comisionada para Derechos Humanos de Naciones Unidas, quien espeta: "La protección de los derechos humanos no puede detenerse en las fronteras nacionales de ningún país. Ningún Estado puede decir que la manera que tiene de tratar a sus ciudadanos es un asunto exclusivamente de su incumbencia" (EL PAÍS, 16 de febrero de 1998).
Los teóricos del Derecho internacional denominados realistas arguyen que los valores morales aplicables a los individuos no lo son a los Estados, cuyas relaciones, dicen, no deben estar regidas por consideraciones morales sino de interés nacional. Pero ¿de qué sirve idolatrar a los Estados cuando se masacra a las personas que los integran? Los valores culturales propios del Tercer Mundo son asimismo esgrimidos por los críticos de la intervención. Sin embargo, cabe oponerse a aquellos Gobiernos que torturan o eliminan a sus súbditos sin exigirles que adopten el sistema democrático-parlamentario occidental. Como recuerda Helmut Schmidt, tal vez tengamos que admitir que pueblos con tradiciones firmemente arraigadas puedan ser felices sin las estructuras democráticas que los occidentales consideramos indispensables. No se trata tanto de exigir a China que profese la democracia cuanto que respete la persona y los derechos y dignidad personales.
Por otro lado, probablemente la oposición y reticencias al derecho (¿deber?) de intervención humanitaria se atenuarían si se potenciara el papel de Naciones Unidas. Ello debería incluir una reforma del Consejo de Seguridad que incorporara una representación del Tercer Mundo junto a los cinco grandes de hoy con derecho a voto, lo que supondría corresponsabilizarlo en la elaboración normativa del derecho-deber de asistencia humanitaria. Una actuación que no aplique una doble moral podría convencer a casi todos de que no se trata de oponer soberanía y derechos humanos, sino de convenir que la paz y seguridad internacionales no son tales si no se evita la conculcación de los derechos humanos de forma masiva y continuada.
En definitiva, no se trata tanto de obsesionarse con la estatalidad cuanto de preocuparse del bienestar de los ciudadanos. No es la persona la que ha de estar al servicio del Estado, sino viceversa.
Por ello, a quienes subliman la soberanía estatal hay que recordarles que la misma reside en el pueblo. De modo que lo que hay que proteger (y en su caso intervenir) no es tanto la soberanía de los Estados cuanto la de los pueblos, sobre todo cuando éstos son masacrados por sus propios Estados.
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