La ciudad liberal
Una avenida amplia, hermosa, céntrica y distinguida. Una gran ciudad española. Uno de esos rincones, en una esquina, que una aseguradora extranjera y un banco supranacional dejaron entre sí, como tierra de nadie, a modo de testimonio de su magnificencia. Compone un triángulo isósceles forrado de baldosines grises, con árboles empaltados y bancos de diseño en donde, durante el día, las parejas se arrullan y las palomas cagan. O viceversa. El paraíso urbano, prácticamente.Todas las noches, al filo de las diez, un mismo hombre, que lo tiene todo del sintecho, o tal vez del clochard (la victoria de los marginales: que no sepamos reconocerlos, clasificarlos), se sienta cómodamente en uno de los bancos de teca que han sido dispuestos mirando hacia los edificios, uno de los muchos gestos narcisistas del arquitecto que cree que todos deseamos contemplar su piedra, mientras que, en realidad, nos contentamos con el simple, silencioso vacío. Y alguna planta.
Se sienta, el hombre, parsimonioso, dueño de su tiempo, y dispone sobre las perneras de sus gastados pantalones las páginas de un periódico. Las ordena, las dobla, las mima. Con sus manos oscuras de latino que ejerce de sombra, manos sombriáceas que prolongan la sombra que su cuerpo es para el resto de los transeúntes, el desconocido agarra el periódico por sus bordes, lo sacude: con una satisfacción que ya hemos perdido quienes leemos tantos periódicos al día, quienes contactamos con tantas noticias al día, que el único problema que nos aflige es que no se nos confundan las consignas.
El hombre lee a la orilla de la ciudad que se retira a descansar, ahíta de bienes de consumo; a la orilla de la ciudad que se le escapa, y de los ciudadanos que no saben que, quizá, siempre ignorarán el inmenso placer de sujetar firmemente los pliegos de un periódico entre pulgares e índices. La sensualidad del papel, de la tinta y del escepticismo. Y también de la curiosidad.
En un banco de diseño, de ocupación gratis, en la ciudad que presume de liberal, el hombre tiene su cama; y en la farola, también de diseño, encuentra la luz de mesilla de noche que otros conectamos todos los días, sin darle mayor importancia que la que le otorgamos al periódico doblado y caliente que se nos ofrece. Paseo a mi perro por sus cercanías, tratando de no invadir su intimidad (aunque el hombre, benévolo, ha sembrado con cacharros de plástico llenos de agua uno de los alcorques que le rodean para calmar la sed de las palomas y otras bestias), porque sospecho que lo que más desea el desconocido es intimidad y soledad. Trato de fijarme en la fecha del periódico que lee, pero no lo consigo.
Y así, noche tras noche, alimento la fantasía de que escruta el mismo periódico. Pero lo hace con una atención tan densa, con un cejo tan fruncido, con una paz, al mismo tiempo, tan templada en los ojos, que a veces llego incluso a creer que no lee nada, que no le importa nada, que simplemente representa este mimo de lectura para que yo, y la gente como yo, creamos que aún no ha abandonado el mundo de los nuestros; creo que lee para que ese gesto de lo que pensamos es cordura le favorezca con nuestra benevolencia: pues alguien que comparte con nosotros el horror de los periódicos bien tiene derecho a disponer pequeñas palanganas de plástico con agua para los animales de la noche. Y así sobrevive.
Muy temprano, por la mañana, cuando salgo de nuevo a pasear con el perro, el hombre ya no está. Quedan los recipientes, con el agua mediada y turbia. Y las páginas del periódico que leyó la noche anterior, desfloradas, que alfombran el pavimento como el guano de los días, que no su espuma. Ese guano que se reconvierte en sólido. Es decir, las noticias de ayer, la mierda de ayer, reciclada para convertirse en la mierda de hoy, que será la de mañana.
De refilón, ahora que ya no está el desconocido que ignoro si es sintecho o clochard, echo un vistazo irremediablemente profesional sobre los titulares, pero a mí misma me parecen los de siempre. Ese Milosevic, ¿mata bosnios o kosovares? Ese papa, ¿beatifica fascistas croatas o españoles?
Camino con el perro soñando que esta noche le volveré a ver, y que de nuevo le encontraré leyendo minuciosamente un periódico que ni a él ni a mí ni a ustedes nos importa; pero que lo hace como una última delicadeza, antes de abandonar este mundo de noticias atrasadas y siempre traicionadas. Puede que sea un simple vagabundo que mata las horas como puede. Pero prefiero pensar que es un periodista.
Alguien que se cansó. Que lo dejó. Y que se ríe.
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