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El voto de los vascos

La importancia de unas elecciones está en el hecho de definir la representación de las demandas populares y la gobernabilidad de una sociedad por el juego de mayorías y minorías. Además, en ocasiones ofrecen la posibilidad de un salto cualitativo en la correlación de fuerzas, que, superando inercias y miedos, impulsan un cambio de rumbo en la vida política. Éste es el caso de las elecciones vascas del día 25 de octubre, cuya relevancia desborda los límites de la arena política vasca para convertirse en una cuestión de primer orden en la política española, a la que afectan y en la que van a incidir en el inmediato futuro. En una situación normal la mayor relevancia de unas elecciones suele estar ligada a la alta competitividad que produce la expectativa o la posibilidad de la alternancia del partido en el Gobierno, el cambio de líder o de programa, según sea su orientación de izquierda o de derecha o, incluso en nuestro caso, nacionalista o autonomista. Hay situaciones excepcionales en las que tal relevancia pueda deberse, además, al carácter plebiscitario atribuido a las mismas o al cuestionamiento de aspectos constitutivos de la comunidad política. No parece razonable alentar la tentación plebiscitaria en estas elecciones, porque forzaría a una simplificación irreal en torno al sí o al no a no se sabe qué. Tal simplificación, hecha sobre ambiguos sobreentendidos, además de no ayudar a la clarificación del debate y las alternativas políticas, incrementaría la confusión, no produciría un mayor compromiso con las urnas y, al final, nos acarrearía más problemas que nos resuelve a la hora de gestionar políticamente el resultado. Es obvio que la situación política vasca no es de normalidad y que la excepcionalidad de estas elecciones se relaciona, precisamente, con las condiciones para la normalización política y con las posibilidades reales de alternancia. Por tanto, no es la tregua, la pacificación y, por supuesto, la autodeterminación o la reforma constitucional lo que se vota, sino las precondiciones políticas de las mismas, es decir, la expresión plena del pluralismo político de la sociedad vasca con su amplio abanico de posibilidades y propuestas. La anormalidad política vasca tiene que ver, ante todo, con la pervivencia de la violencia política, pero también con la existencia de miedo y la ausencia de libertad que sienten una parte significativa de los vascos, sobre todo votantes del PP y el PSE-EE, a la hora de expresarse políticamente. La consecuencia política de esta espiral del silencio es la distorsión crónica de la representación política en la arena autonómica, según la cual el nacionalismo, que no es mayoritario sociológicamente, monopoliza casi todos los resortes del poder institucional. Es verdad que en el horizonte de esta legislatura está la esperanza, la ilusión y hasta la expectativa razonable de alcanzar la paz, pero la paz sólo será posible si ETA desaparece. Tal desaparición de la escena política será más fácil, si los vascos votan como si, efectivamente, ya no existiera y, sobre todo, como si ya no nos vigilara o nos tuviera en libertad condicional, y convierten en votos la rebeldía de Ermua o el coraje del "basta ya" de la riada humana que ha llenado calles y plazas. Los vascos tienen derecho a imaginarse un país en paz, pero no deben dejarse deslumbrar por el espejismo de la tregua producido por las ansias y la ilusión de la paz. Es cierto que las elecciones se producen en tiempo de tregua, pero no es todavía la hora de la paz, que llegará más tarde, será trabajosa y difícil y su resultado va a depender del pluralismo resultante tras las elecciones. Ahora toca hacer irreversible la tregua y esto sólo se puede hacer normalizando la vida política a través de la expresión plena del complejo pluralismo vasco, sin exclusiones, censuras, silencios o trampas.

Siete partidos vienen protagonizando los últimos años la escena política vasca. Tres de ellos se definen nacionalistas (PNV, EA y HB) con presencia política e implantación social, además, en Navarra y en las provincias vascofrancesas, otros tres son los actores principales de la escena política española (PP, PSE-EE e IU) y, finalmente, el séptimo es un partido foralista de ámbito provincial alavés (UA). Si exceptuamos el caso de HB, todos los demás tienen o han tenido compromisos de gobernabilidad en uno u otro nivel institucional en los últimos años en forma de coaliciones, si bien las mayorías más estables han pivotado sobre los dos partidos centenarios y más arraigados en la cultura política del país, PNV y PSE-EE. Ambos han llegado a captar más de la mitad de la sociología electoral del país y ocupan las posiciones centrales del sistema democristiano y nacionalista moderado (?), el primero, y socialdemócrata y autonomista convencido, el segundo. Dotar de estabilidad y hacer gobernable un pluralismo polarizado como el vasco sólo ha sido posible gracias a la asunción de pautas propias del modelo consociativo de democracia, que sería un lujo y una irresponsabilidad imperdonables echar por la borda. La experiencia de estas casi dos décadas de autogobierno nos dice que, cuanto mayor ha sido el equilibrio entre estas dos grandes fuerzas, mejor ha funcionado el sistema con una orientación centrípeta, más se ha avanzado en el camino del consenso y de la integración social y más se ha reforzado la unidad y la movilización de los demócratas frente a los violentos y los totalitarios, dándose los primeros pasos hacia la normalización política del país. De esta experiencia, pues, se deduce que el avance definitivo hacia la normalización, primero, y la paz, después, pasan por el restablecimiento del equilibrio de fuerzas, el carácter centrípeto de las alianzas, frente a la provocación centrífuga y radicalizada de los nacionalistas, y la reconstrucción del consenso democrático, frente a tentaciones ventajistas. Éstas, y no otras, son las condiciones políticas nece

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sarias para afrontar con garantías de éxito el proceso de diálogo entre demócratas y violentos, que, aunque han declarado una tregua indefinida, siguen sin condenar la violencia y profesan actitudes totalitarias de matón de barrio. Lo que a estas alturas está claro es que no se puede construir ni la paz ni la nación ni nada mejor de lo que ya tenemos desde los extremos o desde un bloque o frente contra otro. Ése es el riesgo de la Declaración de Estella y de la deriva anterior y posterior del nacionalismo vasco, si no son reconducidas a los parámetros del espíritu de Ajuria-Enea. La no convocatoria de la mesa del pacto responde al cambio puramente instrumental de la estrategia de los nacionalistas, pero es incomprensible a estas alturas y es un error político de primera magnitud, que nos habría podido ahorrar muchas de las tensiones, barbaridades y oportunismo protagonizados por la clase política en las últimas semanas.

Las elecciones vascas son la gran ocasión para poner las cosas en su sitio. Esperemos que la campaña electoral produzca la necesaria clarificación de las distintas alternativas políticas sin dramatismos, con libertad y con la madurez democrática acreditada por una ciudadanía tan injustamente castigada como la vasca. Por otra parte, la observación del comportamiento electoral nos indica que un tal equilibrio e incluso la alternancia de la mayoría sólo son posibles, y me atrevería a afirmar que seguros, con una alta participación, aunque no mayor que la habida en las elecciones legislativas, de ahí la importancia del compromiso democrático de los vascos, sobre todo de ese casi 10% del electorado que prefiere quedarse en casa en las autonómicas tras haber votado en las generales, yendo a votar el día 25 de octubre, siendo fieles a su ideal político y a su sentido práctico.

Francisco J. Llera Ramo es catedrático de Ciencia Política de la UPV; autor de Postfranquismo y fuerzas políticas en Euskadi y de Los vascos y la política, y director del Euskobarómetro.

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