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Tribuna
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El conflicto armado en Colombia: qué hacer

El autor estima que es preciso combatir el narcotráfico que alimenta tanto a la guerrilla como a los paramilitares

En Colombia se encuentra uno de los pocos conflictos armados internos que todavía subsisten en el mundo. Nosotros, los colombianos, llevamos muchísimos años resolviendo nuestras diferencias a golpes. Participamos así del destino trágico de Latinoamérica de haber prolongado indefinidamente sus guerras de independencia hasta convertirlas en una causa endémica de inestabilidad.Precisamente, de las disputas entre liberales y conservadores -los dos partidos que dominan el espectro político- surgieron las primeras guerrillas, a finales de los años cuarenta. Más tarde, cuando se pactó una paz nacional entre los partidos, los guerrilleros permanecieron en el monte animados esta vez por los éxitos de la revolución cubana y la lucha antiimperialista de los años sesenta.

Lenin, Mao, Fidel, el Che se convirtieron en los héroes de los abandonados campesinos andinos, de las negritudes del Pacífico y, por supuesto, de los jóvenes que entonces andábamos, mochila al hombro, predicando la revolución en las universidades.

Cuando terminó la guerra fría, algunos llegaron a pensar que la pesadilla de la guerrilla colombiana terminaba. Lamentablemente, para sorpresa de muchos, los guerrilleros colombianos -como los soldados japoneses que se quedaron defendiendo las islas del Pacífico cuando la guerra mundial ya había acabado- pensaron que su misión histórica era, precisamente, la de seguir defendiendo,en las remotas selvas de Colombia, las banderas ideológicas recién arriadas.

El problema se sostuvo y aceleró, a partir de los años ochenta, con la explosiva y dramática aparición de los dineros del narcotráfico que financiaron la seguridad, provista por la guerrilla, de cultivos y embarques ilícitos. Más de 400 millones de dólares anuales provenientes del tráfico de drogas al año sirvieron para armar los combativos frentes guerrilleros de hoy, las primeras bandas de sicarios -jóvenes asesinos a sueldo de los carteles- y para financiar la conformación de los primeros grupos de autodefensa, conocidos en Colombia como grupos paramilitares.

¿Qué hacer frente a esta realidad?

Lo primero, no bajar la guardia en la lucha contra el narcotráfico. La persecución de las fuentes económicas ilícitas que sostienen el aparato militar subversivo es condición sine qua non para avanzar en una salida negociada del conflicto armado. Medidas para el combate del lavado de activos, la extinción del dominio de propiedades adquiridas con dineros del crimen, la erradicación y sustitución de cultivos de coca y amapola tendrán un efecto poderosamente disuasivo en la decisión de los grupos irregulares de salirse de la lucha o permanecer en ella.

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Es difícil pensar, por ejemplo, que un campesino del sur,que recibe, por sembrar coca protegido por la guerrilla, ingresos superiores en ocho o diez veces a los cultivos tradicionales, vaya a abandonar voluntariamente su actividad si no tiene una forma de supervivencia distinta.

Lo segundo es la humanización del conflicto.

El unánime rechazo de los colombianos a la opción armada, expresada elocuentemente el pasado mes de octubre cuando diez millones de ciudadanos se pronunciaron en contra de la guerra y a favor de una salida pacífica de la misma, ha llevado,paradójicamente, a un perceptible deterioro en la calidad de la guerra. El apoyo popular es para una guerrilla lo que el agua para los peces. Si se la quitan, se muere o busca maneras desesperadas de supervivencia.

Los europeos con nostalgia de guerrilla ajena no encontrarán en Colombia guerrilleros combatiendo con un fusil en una mano y un libro de poemas de Neruda en la otra. Al contrario, se estrellarán con la cruda realidad de unas organizaciones que hicieron de las voladuras de oleoductos, de los secuestros, de la colocación de minas antipersonas, de la destrucción de instalaciones de servicios públicos y de las masacres de humildes ciudadanos sus tácticas habituales de lucha.

Convenir unos términos para aislar a la población inocente de los horrores de la guerra, para salvar a los niños de su reclutamiento, proteger a los campesinos de los desplazamientos forzados de sus parcelas, acabar con los secuestros, defender la naturaleza de las contaminaciones petroleras resultante de las voladuras de los tubos de los oleoductos, como se hizo en el preacuerdo de Viana, celebrado por mi Gobierno,aquí en Madrid, en febrero de este año, con un importante sector de la guerrilla y el apoyo del Gobierno español, resulta indispensable como iniciación de una negociación creíble y duradera.

De lo que se trata, en síntesis,es de evitar, mediante la aplicación inmediata de los protocolos de la Convención de Ginebra sobre el derecho de gentes, que la población civil siga siendo considerada como objetivo militar de una lucha cada día más irracional y más cruenta.

Lo tercero es poner de acuerdo a quienes están en la orilla del establecimiento antes de entrar a dialogar con quienes quieren reemplazarlo. Este consenso institucional previo resulta indispensable para tener una claridad anticipada sobre los límites de la negociación que empieza. Dicho en términos deportivos: las fuerzas políticas y sociales tienen que escoger la cancha del juego antes de acordar con las partes en conflicto los árbitros y reglamentos. La cancha está determinada por la Constitución, las instituciones y el Estado de derecho. Cuando todo esto esté listo,entonces, y sólo entonces, debe comenzar el proceso.

Todos los actores violentos,sin excepción, deben ser convocados a la negociación, abriendo, si es necesario, dos o más mesas, como sucedería en Colombia para el caso de la guerrilla y los grupos de justicia privada. Conseguir la paz con unos y dejar armados a otros es convertir en verdugos de quienes se reintegren a quienes permanezcan levantados en armas.

La opinión pública debe estar preparada para negociar en medio de la guerra y no se deben crear falsas expectativas sobre los tiempos. Colocar plazos a la paz es como fijarle condiciones al amor. El sitio para negociar es indiferente mientras existan condiciones de seguridad y no se preste el escenario para que, a través de los medios de comunicación, los alzados en armas hagan proselitismo armado o apologías delictivas. El escenario exterior parece ser el más conveniente para estos efectos, la comunidad internacional debe desempeñar un papel de facilitación de los acuerdos, en ningún caso puede sustituir a las partes sentadas a la mesa. La sociedad civil no puede ser una convidada de piedra; con un conflicto tan extendido y de ramificaciones tan extensas, no puede estar ausente.

El presidente es, por supuesto, el director de la orquesta de la paz. Él debe escoger los mejores músicos, afinar los instrumentos y señalar los movimientos correspondientes a partir de una partitura previamente acordada dentro de un concepto de paz de Estado. Empero, para que la sociedad lo siga y lo apoye, el jefe de Gobierno debe convencer a los asociados de que sabe para dónde va y asegurarles que caminará hacia la reconciliación a nombre de todos, alejado de intereses partidistas o electorales.

Como ha quedado demostrado con la búsqueda de la solución de conflictos armados recientes, como el del Medio Oriente, el de Irlanda o el de la ETA, lo más difícil no es hacer la paz, sino mantenerla. El verdadero esfuerzo colectivo comienza cuando se entra a sanar las viejas heridas y cicatrices y las víctimas de la violencia se deciden a enterrar definitivamente a sus muertos -sin olvidarlos, por supuesto- y a cancelar para siempre las viejas cuentas de odios todavía abiertas.

En ese momento, y sólo en ese momento, la paz dejará de ser una quimera.

Ernesto Samper Pizano es ex presidente de Colombia.

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