"La Andalucía del siglo XV era como Nueva York: una frontera cultural"
María Soledad Carrasco Urgoiti tiene su domicilio físico en Manhattan, y otro, virtual, en la Andalucía cristiano-musulmana de hace cinco siglos. El pasadizo entre uno y otro lo encuentra entre los libros: los de la biblioteca pública de la Quinta Avenida, o los de la Universidad de la Ciudad de Nueva York, donde ha desarrollado gran parte de su carrera docente. Ambos mundos coexisten en su cabeza con la armonía con que Américo Castro aseguraba que lo hacían las tres culturas de la España medieval. Por eso no extraña que hable de los personajes de El Abencerraje, las Guerras Civiles de Ginés Pérez de Hita o los amores de Ozmín y Daraja de Mateo Alemán como si se tratara de seres de su propia familia que andan por ahí al lado, en Times Square, en Central Park o en un sex-shop de Broadway. Carrasco Urgoiti cree que Nueva York se asemeja a la Andalucía del siglo XV o XVI en el carácter de ambos territorios como "frontera cultural de su tiempo". Así lo subraya sin dudar esta profesora emérita del Hunter College, a quien la Junta ha honrado este año con el premio María Zambrano de investigación por la "aportación a la cultura andaluza" de sus estudios sobre literatura morisca. Respeto Sin embargo, mientras en Nueva York la convivencia racial, religiosa y étnica persiste a pesar de sus conflictos, con la expulsión de los judíos en 1492, y después, a principios del XVII, de los moriscos, descendientes conversos de los antiguos invasores musulmanes, se tiró por la borda el proyecto de una España tricultural, en beneficio de un estado homogéneo. Como Américo Castro, como Juan Goytisolo, la profesora Carrasco aún se lamenta de la amputación: "España era el país de Europa en que más arraigado había estado el respeto mutuo. Con la renuncia casticista, que hoy diríamos racista, a españoles de otra ley, en el sentido de otra religión, otra cultura, el ser español, a mi juicio, se desvirtuó". Andalucía, como entonces, sigue siendo la frontera cultural y física entre Occidente y el Islam magrebí, pero mucha gente, se queja Carrasco, prefiere mirar al Norte de la Unión Europea y olvidarse de ese pasado teñido de sangre mora, la misma que la de los emigrantes que hoy se la dejan en la tierra de nadie entre Tánger y Tarifa. Hay todavía restos de una "obsesión con la limpieza de sangre", admite Carrasco. "Los fenómenos de la inmigración actual, junto con las antiguas guerras de Marruecos, dan lugar a que se perpetúen las posturas de beligerancia. Y eso de incorporarnos a Europa: ¿somos europeos? ¡Por supuesto!, pero no queremos ser como Bosnia, esos lugares de transición y frontera. Queremos ser godos, y por eso la gente se siente incómoda. Aunque se hable mucho de las tres culturas, hay un cierto recelo a aceptarlo". "Después de la expulsión, España se convirtió en un país étnicamente homogéneo, pero los libros de texto no han creado conciencia de lo que fue esa tragedia", señala. Con todo, en esa población de aspecto compacto florecieron, dice Carrasco, opiniones diversas. En el siglo XVI la sociedad cristiana se enfrascó en un polémico debate sobre la conveniencia o no de expulsar a los moriscos, que se resistían a abandonar su fe y sus costumbres pese a las campañas de sometimiento emprendidas contra ellos desde Carlos V a Felipe III. Carrasco resalta entonces la ironía histórica de que el inmigrante marroquí, como ese ilegal sin el cual Nueva York no podría existir, esté emprendiendo ahora, al revés, el camino del exilio tomado hace siglos por los moriscos, tras fracasar su revuelta en las sierras de Málaga y Granada. "Los dos (el morisco y el magrebí) tienen en común la pobreza. El morisco del XVI era también el último eslabón de la sociedad." Mª Soledad Carrasco nació en 1922 en Madrid, hija de padre jerezano y madre donostiarra. Su abuelo, Nicolás Mª de Urgoiti, fundador a principios de siglo de los periódicos El Sol y La Voz, foros de los progresistas de su tiempo, la introdujo en la tradición del liberalismo. Es autora de decenas de artículos, y de libros fundamentales como El moro retador y el Moro amigo (estudios sobre fiestas y comedias de moros y cristianos) (1996) o El moro de Granada en la literatura, con que se doctoró en la Universidad de Columbia en el 54. Ahora va sumando homenajes. Después de recoger el premio María Zambrano, recibirá en mayo el reconocimiento de especialistas de todo el mundo reunidos en Túnez.
La Alpujarra y Kosovo
Fue al calor de aquel debate, expulsión sí, expulsión no, cuando surgió, explica Carrasco, una literatura escrita por autores que, como Ginés Pérez de Hita, "se habían criado en el universo mudéjar de la cultura fronteriza". En esos romances y relatos se narraba el mundo embriagador del Reino de Granada, poblado de exquisitos caballeros, reyes y damas. La idealización del moro nazarí del pasado debía leerse entre líneas como una defensa indirecta de los moriscos del presente. "Libros como El Abencerraje, la primera novella del Siglo de Oro, planteaba el mensaje de que culturas adversas y diferentes podían establecer una amistad." La figura literaria del moro, adosado a su grandioso decorado de La Alhambra, perdió en el Siglo de Oro la intención social con que nació, para convertirse en "un disfraz del autor para hablar de sí mismo". Los maurófilos franceses y los viajeros románticos, hambrientos de exotismo, consagraron el cliché orientalista, el que quizás estaba en la mente de Bill Clinton cuando dijo que las puestas de sol en la Alhambra eran las más bellas del mundo. "Clinton es un hombre culto y habrá leído a Washington Irving. El mito del moro tuvo consecuencias lamentables, como la moda neomudéjar, pero también ha dejado esa ilusión por el pasado, y ha hecho de Granada y de Boabdil, el primer exiliado, emblemas de los exilios en el mundo, de la gente que crece en una cultura, con derecho a ser como sus padres, y que de repente los expulsan o les imponen a la fuerza otra identidad." Entre las Guerras Civiles de Pérez de Hita y El último suspiro del moro de Salman Rushdie, hay varios siglos de historia llenos de malas repeticiones y guiños crueles. Porque Andalucía también tuvo sus serbios, su limpieza étnica. Cuando la investigadora viaja por los escenarios andaluces de la revuelta morisca de 1568, los barrancos y los pueblos se le llenan con los gritos de la represión contra el musulmán disfrazado. "Al ver a los serbios en Kosovo o en Sarajevo me pongo mala. Es como revivir la intransigencia del siglo XVI."
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