¿Cabe la paz en la Constitución?
El autor considera que no existe un derecho natural ni previo a la Constitución que pueda ser invocado para justificar la desigualdad entre los españoles
Hay un estereotipo que, driblando los vericuetos de la historia, atribuye a algunos elegidos un derecho natural a determinados privilegios: a los conservadores, a la ostentación del poder; a los nacionalistas, a la expedición oficial y exclusiva de certificados de raza y ciudadanía.En la compleja coyuntura política de hoy, ese supuesto derecho natural invoca no sólo injustificados privilegios para determinados territorios, en virtud de un entronizado linaje de nación, sino que incluso segmenta la libertad de expresión designando quiénes y cuándo pueden ejercerla.
La Declaración de Mérida, que suscribimos el pasado día 6 los presidentes de Extremadura, Castilla-La Mancha y Andalucía, no es más, ni menos, que una toma de posición, una declaración de principios, un ejercicio de responsabilidad de quienes representamos y gobernamos a más de diez millones de españoles, sobre los trascendentes acontecimientos políticos que vive hoy España. Creemos que España se está jugando mucho y "no estamos dispuestos a que nuestro silencio nos haga cómplices de procesos que marginen a nuestros territorios".
Sólo quienes se embarcaron primeros en la Declaración de Barcelona, luego en la de Estella-Lizarra y, más tarde pactaron o dieron el visto bueno al discurso que introducía la oferta de tregua por parte de ETA, pueden hablar de frente o tener mala conciencia frentista.
Por el contrario, de Mérida ha salido un apoyo firme al Gobierno de España para que se lidere el proceso conducente a la paz, una sólida defensa razonada y con todos los avales democráticos de la Constitución Española (CE) y una argumentada preocupación por el futuro de la cohesión social y la solidaridad territorial, que deben ser garantizadas en cualquier nueva propuesta sobre la estructura del Estado.
No defendemos la actual Constitución Española por ningún acto de fe ni beatería, mucho menos por resabios patrióticos, como se ha apresurado a descalificar algún ofuscado nacionalista, sino porque nuestra suprema norma ha funcionado en sus 20 años de vigencia. Ha servido a los ciudadanos, ha contribuido al desarrollo de las nacionalidades y regiones evitando descuelgues o fragmentaciones, ha cohesionado al Estado, ha fortalecido la concordia y consolidado un amplio consenso en España. Estoy convencido de que hoy, por estas razones, ha calado en los españoles el sentimiento constitucional que definiera Karl Loewenstein.
El proyecto que nace con la Constitución y los estatutos garantiza la unidad y el respeto a la diversidad como una riqueza compartida. Este proyecto va siendo asumido por los ciudadanos de nuestras comunidades, pero su consolidación necesita explicación constante, conocimiento profundo de esa realidad plural, de esas identidades diferenciadas que nos han acompañado históricamente, pero que habían tratado de ser excluidas por una visión nacionalista española que reprimía las identidades culturales de los pueblos de España.
Pero ¿cuál es la cuestión de fondo que ha tensado hoy el debate político en España? Palmariamente, que, al rebufo de ese espectacular bólido en que se ha convertido la tregua de ETA, los nacionalistas de pedigrí, inmersos en sendos periodos preelectorales, quieren coger la estela lanzando un verdadero jaque al Estado de las autonomías.
A esos mismos nacionalistas que tanto se afanaron para incluir la Disposición Adicional Primera en la Constitución de 1978, para lograr con el Estatuto de Gernika el régimen de autogobierno más amplio de Europa..., a esos mismos nacionalistas no les vale ya, al parecer, ni la una ni el otro.
Han presentado sus credenciales (la violencia en la recámara) y con ellas están dispuestos a modificar los principios de nuestro ordenamiento constitucional, reinventando al sujeto del poder constituyente, removiendo los cimientos de la legitimidad democrática y echando, en definitiva, un envite al Estado que se podría formular como "paz a cambio de poder político", o en último término, a cambio de soberanía.
Ahora bien, ¿en virtud de qué designios supremos, de qué vicarías o de qué aristocrática estirpe pueden los nacionalistas vascos imponer su modelo de toma de decisiones para legitimar una solución al problema de Euskadi? ¿Qué ordenamiento constitucional permitirá que el mundo abertzale sea el sujeto único de decisión en una eventual reforma política?
¿Qué ordenamiento constitucional podría soportar que la violencia lograra, tras décadas de terror, mayores dividendos políticos que la propia paz y la democracia?
Creemos imprescindible que todos hagamos un esfuerzo de prudencia y de sensatez para buscar la mejor solución a ese gran desafío, a esa gran esperanza que ha levantado la expectativa de paz abierta por la tregua de ETA. Hoy es posible avanzar hacia la erradicación de la violencia, incluida la callejera, que parece excluida de los acuerdos de los nacionalistas, que sigue amenazando a los discrepantes.
Hoy es posible si los demócratas nos mantenemos unidos y concentramos nuestra atención en el objetivo principal: paz con libertad, libertad sin amenazas.
Desde la legitimidad histórica que asiste a Andalucía, desde la autoridad moral y política que nos dio el 28 de febrero de 1980, cuando los andaluces nos ganamos a pulso el máximo nivel de autogobierno, queremos contribuir a encontrar la mejor salida a esta delicada situación, que no puede pasar por la consolidación de privilegios económicos y sociales para determinados territorios, porque dentro de la unidad política de España, en la que nuestra Constitución reconoce los hechos diferenciales, los sistemas particulares de financiación y las diferentes vías de acceso al autogobierno, no existe un derecho natural, ni previo ni posterior a la Constitución, que pueda ser invocado para justificar estos privilegios o la desigualdad entre los españoles. En este sentido, todas las comunidades autónomas tienen el derecho a los niveles de autogobierno y competencias a que aspiren dentro de lo que la Constitución admite.
Y, además, la Constitución es una norma tan rica y abierta que establece sus propios mecanismos para adaptarse a cambios necesarios con el consenso de todos. Y creo que el Senado es la instancia adecuada para debatir en estos momentos, con la mayor flexibilidad y altura de miras, cualquiera de los supuestos planteados.
Y, por supuesto, aislando el proceso de paz de este crucial debate político. La paz, que tiene un incalculable valor, no puede tener un precio político.
Mas si lo que se quiere es algo distinto a encontrar una salida democrática y pactada hacia la paz, si prima la ambición de un poder político creciente, si todo se resume en el tironeo financiero al servicio de la clientela, si pesa más la contaminación electoral del proceso..., entonces el debate seguirá instalado en la crispación, en la sinrazón, en las vísceras o en el pensamiento débil, y será, sin duda, un mal camino, un sendero peligroso e inviable que no conduce a ninguna parte.
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