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Plurales

LUIS DANIEL ISPIZUA Empiezo a tener una risa floja casa vez que oigo hablar o leo algo sobre la pluralidad, la uniformidad y la identidad. Se habla mucho de la pluralidad de nuestras sociedades, y también de la conveniente pluralidad interna de cada individuo, necesaria para amornizar toda esa diversidad social. Y esto, que en principio puede parecer saludable, comienza a convertirse en algo así como un imperativo ontológico, de manera que la pluralidad constitutiva de cada uno se exige inexcusable para ser considerado un buen ciudadano. No soy nada partidario de las programaciones del ser o, si prefieren, de los seres programables, pero, además de odiosa como principio, esa pretensión de pluralizar constitutivamente al ciudadano me parece falaz. El ciudadano de nuestras sociedades modernas es ya plural sin necesidad de recordárselo. Lo que conviene hacer, más bien, es lo contrario: a saber, no recordarle continuamente que es portador de una identidad diferenciada sometida al acoso de extrañas influencias externas. El efecto esquizoide provocado por este doble discurso de opuestos es evidente. Por una parte se le bombardea al ciudadano con el recuerdo de una identidad asediada, para a continuación plantearle la necesidad de abrirse a una pluralidad de reconocimientos que, respetando su identidad, trate de evitar la colisión de las diferencias. Algo así como si, para vender el remedio, primero hubiera que inocular el mal. El mal y su remedio quedan siempre al final en tablas, en un equilibrio precario, pero da la impresión de que esta receta ontológica satisface, más que a los individuos, a la política entendida como statu quo, como defensa de la situación actualmente existente. Francia -o España- deben seguir siendo Francia y España, pero Euskadi o Cataluña deben constituirse a imagen y semejanza de aquéllas, haciendo suyos esos modelos en los que se basa el statu quo actual. Creo, sinceramente, que este proceso de institucionalización política va, no ya por detrás, sino a contracorriente de la naturaleza y necesidades de los ciudadanos que conforman nuestras sociedades. De verdad que no sé muy bien a qué se refieren cuando me hablan, por ejemplo, de la pluralidad del ciudadano vasco, o sea, de mí mismo. Si con ello quieren decir que soy fruto de influencias múltiples, la declaración me parece una perogrullada cuya oportunidad sólo puede valorarse en un panorama de retroceso cultural. Todo ciudadano vasco es fruto, en mayor o menor medida, de influencias múltiples, aunque no haya salido jamás de su casa. He de matizar, sin embargo, que esta pluralidad de influencias es más limitada de lo que se proclama, puesto que por lo general se ajusta a lo que se conoce como civilización occidental, por más que seamos portadores de la curiosidad hacia lo ajeno que va implícita en ésta. Puedo sentir curiosidad hacia la cultura musulmana o la china, pero la influencia de éstas en mi formación es escasa, por no decir nula. No puedo considerar como otro a un ciudadano euskaldun -yo lo soy-, pero tampoco a un erdaldun -a no ser que me lo proponga-, ni a un sueco -a nada que, salvando barreras idiomáticas, logremos entendernos-. Sin embargo, mis problemas de reconocimiento sí pueden empezar, sospecho, ante un musulmán o un chino, aunque los dos hablen perfecto castellano o euskera. La famosa pluralidad de la sociedad vasca es, por lo tanto, limitada, y más fruto de la necesidad política que de la naturaleza constitutiva de sus ciudadanos. Su defensa como valor resulta, además, sospechosa en una práctica política que más bien tiende a instituir y promocionar lo contrario: la creación de un ciudadano de identidad unívoca fuerte, a través -aunque no sólo- de un proceso educativo que trata esa pluralidad constitutiva como fruto de injerencias rechazables. El otro cuya presencia se reconoce en esta sociedad plural, el otro que llevo en mí, no es el sueco, sino, nos guste o no, el español, a cuya configuración cultural tanto hemos contribuido por otra parte. Hablar, pues, de la defensa de la pluralidad, tanto de nuestra sociedad como de nosotros mismos, suena a sarcasmo cuando se realizan tantos esfuerzos para erradicar de nuestra naturaleza ese otro constituyente fuerte que nos hace, más que plurales, seguramente idénticos.

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