_
_
_
_
EL CAMBIO EN MARRUECOS

Marruecos intenta pasar su página más negra al liberar a los presos políticos

Hassan II confirma la amnistía para impulsar el cambio democrático del nuevo Gobierno

Juan Carlos Sanz

ENVIADO ESPECIALAhmed militaba en 1968 en la extrema izquierda marroquí. El joven estudiante purgó una condena de 15 años en la cárcel de Kenitra, el temible penal de los presos políticos, situado a una treintena de kilómetros al norte de Rabat, por atentar contra la seguridad interior y exterior del Estado. Ahora, con más de cincuenta años, es jefe de gabinete del ministro de Justicia, y su guardián en Kenitra, hoy subdirector del complejo penitenciario de Salé (afueras de la capital marroquí), se cuadra a su paso cuando acompaña a dos periodistas de EL PAÍS en una de las raras visitas a una prisión permitidas por la Administración marroquí a un medio de comunicación europeo.

Más información
"He estado muerto 18 años en el infierno de Tazmamart"

Es, tal vez, un signo del cambio en el país magrebí. Como la actitud de los dos policías que, también en Salé, vigilan aburridos la casa del jeque Abdessalam Yassin, líder del principal movimientos islamista de Marruecos (Justicia y Caridad). Yassin se encuentra sometido a detención domiciliaria desde hace más de siete años sin haber sido procesado. "Nosotros somos unos profesionales que cumplimos órdenes. No pueden verle, aclara uno de los agentes, sin tomarse la molestia de exigir al periodista que se identifique. Estas escenas, que tanto recuerdan a las de la transición española, simbolizan de alguna forma los primeros brotes del cambio político en Marruecos, donde ahora se respira una incipiente libertad de expresión. "No hay información real, vivimos en el reino de los rumores", replica con desparpajo Abdelaziz Ludiy, un profesor universitario de 49 años que también pasó 10 años en prisión por su militancia izquierdista. "Pero la televisión estatal ya habla de la situación de los derechos humanos, y eso es nuevo", admite.

Ludiy se refiere al anuncio de la liberación de 28 presos políticos islamistas y al reconocimiento por parte del Consejo Consultivo de los Derechos Humanos de la muerte de 70 desaparecidos en los años sesenta y setenta. Pero ni Abraham Serfaty, el líder izquierdista que pemaneció 17 años en la cárcel antes de ser forzado a exilarse en Francia en 1991, ni el jeque Yassin figuran en la lista del órgano que asesora al rey HassanII.

"Hay una evolución relativa, no se puede negar, pero no ha sido por libre elección del régimen, sino por presiones políticas, sociales y, sobre todo, exteriores", precisa Fathalá Arsalan, número dos de Justicia y Caridad. "Yassin sigue en detención domiciliaria, y nuestros 12 hermanos de Udja [militantes islamistas detenidos en el este del país] siguen en prisión. Si no tenían credibilidad los juicios de los que van a ser liberados ahora, ¿por qué iba a tenerla el proceso de nuestros simpatizantes", advierte Arsalan, antes de profetizar: "No va haber cambio en Marruecos. El Gobierno vive de sus promesas e intenta ganar un tiempo extra de supervivencia". Justicia y Caridad -tolerada pero no legalizada como organización política- cuenta con miles de militantes agrupados en todo el país en torno a asociaciones de beneficencia. "Hay otro estilo de gobierno, y se están preparando importantes reformas legales, pero el peso del poder sigue siendo muy fuerte, sobre todo en el Ministerio del Interior, en la policía, en los responsables locales", argumenta Driss Bezikri, de 48 años, vicepresidente de la Organización Marroquí de Derechos Humanos y expreso político en la prisión de Kenitra durante 12 años.

Este miembro de la llamada "generación perdida" de Marruecos, los jóvenes de la élite intelectual que pagaron con la cárcel sus veleidades izquierdistas en los años setenta, destaca el papel que desempeña el sempiterno ministro del Interior, Driss Basri, en la fórmula de cohabitación política a la marroquí: un Gobierno salido de las urnas y presidido por un socialista y en el que el rey ha mantenido en puestos claves a ministros fieles.

En medio de este cruce de testimonios entre optimistas y pesimistas sobre la transición política en Marruecos, los hechos parecen confirmar que algo está cambiando en el país norteafricano. Cuando EL PAÍS solicitó visitar la prisión de Kenitra para entrevistar a los presos políticos que van a ser excarcelados, no recibió una negativa ni un silencio por respuesta, sino una alternativa: entrar en la cárcel de Salé, una de las más modernas del país y que alberga entre sus 3.300 reclusos a más de cincuenta españoles, en su mayoría condenados por tráfico de drogas.

Aparentemente, el director de la prisión de Salé, Sebatliui Buchaib, no ocultó las miserias de un centro modelo en el que los internos parecen estar obligados a hacer un saludo castrense a los funcionarios. Las celdas muestran un hacinamiento inhumano. En el largo paseo por los talleres, las canchas deportivos, los corredores -en un salto atrás en el tiempo a lo que pudo ser la cárcel de Carabanchel hace 30 años-, los presos españoles abordan a los periodistas para referir sus tristes historias.

Nicolás Gavín López, de 57 años, vecino de Algeciras, y sus compañeros sobreviven gracias a los 950 dirhams (unas 15.000 pesetas) que cada uno recibe al mes del cónsul español en Rabat. "Eso es lo que nos permite comer", recalca, antes de recordar el espanto de los penales de Tetuán o Nador, donde los condenados por tráfico de drogas aguardaron a ser juzgados. "A mí me metieron 700 kilos de chocolate en el avión y me cayeron 10 años", explica el piloto Francisco Galiot, de 49 años, en el taller de pintura de la cárcel de Salé.

Como al resto de los presos españoles, sólo el pago de las millonarias multas que les impone la Administración marroquí impide que puedan ser transferidos a una cárcel española para terminar su condena. Galiot tiene que pagar 10 millones de pesetas si quiere salir de las cárceles magrebíes. Para ellos, el cambio tiene un precio.

A partir de mañana, cinco ministros marroquíes participarán en Madrid en un seminario que aspira a divulgar entre sus vecinos del norte la voluntad de cambio de su Gobierno. Un propósito tan ambicioso como difícil será que las víctimas olviden las páginas más negras de la reciente historia del país magrebí.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Juan Carlos Sanz
Es el corresponsal para el Magreb. Antes lo fue en Jerusalén durante siete años y, previamente, ejerció como jefe de Internacional. En 20 años como enviado de EL PAÍS ha cubierto conflictos en los Balcanes, Irak y Turquía, entre otros destinos. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Zaragoza y máster en Periodismo por la Autónoma de Madrid.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_