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Volatilidad

La sensación ha sido parecida a las escenas decisivas de Titanic. Mientras abajo, en tercera clase, las aguas han abierto grandes brechas y los pasajeros se debaten entre la vida y la muerte llenando el espacio de alaridos, en primera, las damas y los caballeros se toman apaciblemente un licor y escuchan una dulce melodía de la orquestina. O más todavía: mientras hace unos meses cuatro de los grandes dragones asiáticos, Corea del Sur, Indonesia, Malaisia y Tailandia, empezaban a retorcerse en las aguas más profundas al compás del declive en sus divisas, en la cubierta de Occidente se brindaba con champaña otra nueva y esplendente ascensión del Dow Jones, el DAX o el CAC 40.Ahora la inundación ha empezado a llevar su rumor de catástrofe hasta los más selectos camarotes del planeta y nadie conoce cuál puede ser alcance futuro del embate, la magnitud de las consecuencias materiales y humanas, la cierta escala de la recesión o si ese problema puede convertirse en una depresión que conduzca a la postración más larga conocida a lo largo de todo el siglo.

Como en las enfermadades maniaco-depresivas, el mundo ha virado desde una extraordinaria euforia a un enorme abatimiento que, precisamente por su brusca novedad, se presenta con las trazas de una ficción, una película de terror o cualquier otro producto de la imaginación.

Empresas como Benetton bajan un 15% su facturación, fábricas de automóviles en uno u otro confín del mundo detienen la cadena para dar salida a la acumulación de existencias, bancos o sociedades financieras se desmoronan con un desplome de varios billones de pesetas y los gobiernos aquí y allá, desde el Atlántico al Pacífico, reclaman desesperadamente préstamos, apremiados por la ruina o la miseria que se extiende entre la población.

Mientras eso se va extendiendo alrededor, los españoles o los catalanes o los vascos, crónicamente absorbidos por problemas internos, encuentran poca ocasión para asumir que toda una época se extingue y que probablemente, coincidiendo con la consumación de siglo, una bandada de principios se consumen a la vez y a la volatilidad de las cotizaciones corresponde una general volatilización de los órdenes del valor.

¿El pensamiento único? ¿Las virtudes superiores del mercado? ¿La prosperidad del neoliberalismo? ¿El imperio triunfante del capitalismo global? ¿Los derechos humanos asociados a la libertad económica? ¿El individualismo rampante? ¿La competividad y el dogma de la apertura al exterior?¿Quién puede seguir sosteniendo éstos o parecidos postulados en medio de la hecatombe? Ni siquiera las damas y caballeros que mantienen su tertulia en el salón forrado de caoba pueden seguir ajenos a la realidad de que más de medio mundo, en estos mismos momentos, va camino de convertirse en una impensable escombrera. Ni la política, ni la religión, ni la cultura quedarán al margen de este huracán que, más allá de las bolsas o las empresas, arrastra seres humanos, ideas y formas de sociedad.

La falta de utopías no se sustituyó con el nacimiento de otras metafísicas, sino que el vacío general fue gestando una creciente muerte de ideas fuertes, generando células débiles que han ido necrosando el sentido y el destino del mundo. Los grandes gestos de la economía mundial son metáforas de toda la civilización. Los momentos triunfales de los imperios se manifiestan en la exuberancia económica tanto como sus últimos suspiros en el desmayo de sus bolsas de valores, cualesquiera que sean. Todos los valores bajan, y no sólo los financieros. Abstraídos por los nacionalismos locales, no damos cabida a la consternación internacional, pero ya el fragor de las bodegas asciende hasta nuestra línea de flotación y es inexorable que la estructura española, con su economía tan sólida, y tan menuda, acabe anegada y convulsionada sin tardar mucho hacia otro porvenir moral, político y cultural del que no acertamos a pensar y mucho menos a conversar.

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