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La segunda transiciónJOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

Cuando desde la oposición Aznar estaba enzarzado en la tarea de desbancar a Felipe González, puso La segunda transición como título a un libro destinado a dar empaque a su proyecto político. Después de proclamar "el orgullo de ser español", Aznar afirmaba que España necesita un gran proyecto nacional, rechazaba la idea de plurinacionalidad, criticaba tanto el "mito federalista" como el modelo confederal y advertía del peligro que la organización de las comunidades autónomas imitara al Estado "hasta extremos difícilmente justificables". Frente a tal "guirigay institucional", la segunda transición de Aznar debía tener dos objetivos principales: dar un marco estable a la España plural con una mayor integración de las autonomías y con una acción cultural del Estado que dirigiera el proceso de unidad en la pluralidad; y llevar a cabo una gran regeneración democrática que reduzca el poder del Estado, que desarrolle mecanismos de control de los gobernantes, que admita la crítica y la discrepancia y que no convierta "a los Presupuestos Generales del Estado en el Bienvenido Mr.Marshall de turno". Esta declaración de principios de Aznar data de 1994. Estos días se vuelve hablar de la segunda transición, y las cosas no van precisamente en la dirección que Aznar proponía. El poder es muy apetitoso y, por lo visto, conservarlo bien merece hacer suspensión transitoria de principios. La conciencia españolista de Aznar se sintió ablandada ante la necesidad de contar con los votos de los diputados nacionalistas catalanes y vascos. Con Convergència i Unió inició un regateo que se podría decir que ha acabado en tablas: Aznar se ha garantizado la estabilidad y Pujol ha conseguido algunos avances en materia de financiación y de traspasos de simbología fuerte, además de poder seguir alardeando de ser el moderador de la política económica del Gobierno. Con los vascos ha sido distinto. Los nacionalistas vascos sólo piensan en Euskadi. La política española, en lo que no tiene relación con lo vasco, les tiene sin cuidado. Su apoyo parlamentario al Gobierno del PP ha sido ciego. Pero, a cambio, se han quedado con la total iniciativa en el País Vasco, prescindiendo de sus socios siempre que les ha parecido conveniente. De modo que la segunda transición, en vez de ser centrípeta como la había programado Aznar, se plantea en clave centrífuga. El PNV ha pillado al vuelo la sugerencia de ETA de plantear su tregua como una propuesta a los partidos nacionalistas vascos. Y todo el esquema de Aznar se tambalea, de ahí el lento proceso de recomposición de la figura que el presidente ha seguido desde que le llegó a Perú la noticia de la tregua. Que el marco de resolución del problema vasco sería Euskadi y que no había una salida en la que el Partido Nacionalista Vasco tuviera un protagonismo central era cosa sabida. Por eso parecía absurdo el empeño del PP de renacionalizar Euskadi a partir del llamado espíritu de Ermua. Pero que el Gobierno estuviera en fuera de juego a la hora de la tregua de ETA no estaba previsto. De modo que ahora las elecciones vascas adquieren un carácter especialmente decisivo. Implícitamente, los ciudadanos están llamados a escoger entre el statu quo constitucional (PP o PSOE) y la segunda transición (la de Arzalluz y los nacionalistas vascos, que nada tiene que ver con la de Aznar). Puede que el calculo electoral incite no sólo al PP, sino también al PSOE a cierto conservadurismo. Aunque también puede haber una reacción conservadora que se deje tentar los oídos por la ecuación paz igual a nacionalismo. Pero, aunque pedir sentido común en periodo electoral es pura ingenuidad, sería bueno que se desdramatizara no sólo la situación presente (en cualquier caso, menos dramática que cuando ETA mataba), sino incluso las perspectivas de negociación futura. En Lisboa, Pujol paró los pies con toda la razón del mundo a un Felipe González subido al carro del tremendismo. Es difícil saber qué pretende Felipe González que de un tiempo a esta parte está completamente salido de tono. A veces parece como si este viejo león de la política se sintiera enjaulado en Gobelas, presa de la ansiedad de no tener un papel institucional relevante cuando en España están pasando tantas cosas. Sin embargo, el olfato político de González sigue siendo indiscutible, como demuestra que fue el primer socialista en enterarse (y con bastante antelación) que lo de la tregua iba en serio, lo cual hace pensar que algún instinto le dice que poner miedo en el cuerpo de la gente puede ser políticamente rentable. En todas partes, en España también, el nacionalismo da dividendos. Cualesquiera que fueran sus intenciones, hablar de Bosnia y de Tirana en la actual situación española es un disparate. Basta ver la situación económica y social de Cataluña y del País Vasco para comprender lo desafortunada que es la comparación. Albania, al salir del régimen estalinista, era un país anómico, sin la menor sintaxis civil que permitiera hablar de sociedad. Para llegar a la situación de Bosnia haría falta que Madrid colaborara aportando personajes tipo Milosevic. Llevamos 20 años de convivencia democrática. Se ha tenido mucha cautela con los asuntos más delicados que podían afectar a la cohesión social. Y cuando, poco a poco, se ha ido ampliando el marco de lo que se podía decir, no ha pasado absolutamente nada. En Cataluña, sin ir más lejos, el debate de la lengua había sido tabú durante muchos años. No hay que encender mechas que puedan provocar incendios en la vida social, se decía. Se ha producido el debate y no se conoce una sola quemadura. Si ETA deja definitivamente de matar, no debe haber miedo a que en el País Vasco se puedan plantear temas que forman parte del tabú constitucional como la autodeterminación. A condición, naturalmente, de que nadie juegue al ventajismo, que nadie diga: "O me dan la razón o rompo la baraja". Desdramatizar quiere decir dar racionalidad política a las cosas. Y hay dos parámetros sobre los que se deben estructurar las condiciones para lo que algunos llaman la segunda transición y que, a mi entender, es simplemente la readaptación de las instituciones españolas a la evolución del país. Un parámetro es el tiempo transcurrido y otro es la integración europea. Han pasado 20 años desde que la Constitución entró en vigor. 20 años de uno de los periodos de mayor aceleración de la historia. Se ha acumulado, por tanto, una experiencia que debe servir para mejorar las deficiencias del marco legal escogido. Un debate sobre esta experiencia puede conducir a una reforma de la Constitución. ¿Por qué no? Es mejor decir abiertamente qué y por qué se reforma que entrar en el ambiguo juego de las interpretaciones abiertas o cerradas, generosas o avaras. En esta reforma entrarán cuestiones que afectan a la articulación política del Estado, pero también otras, de enorme importancia, fruto de que la organización de la sociedad ha sufrido modificaciones sustanciales. Miquel Roca, uno de los padres de la Constitución, considera, por ejemplo, que el poder judicial y el poder mediático han adquirido desde entonces unas dimensiones que en aquel momento no eran previsibles. La experiencia tiene que servir para progresar. 20 años, una generación, puede ser un periodo razonable para abrir la reflexión. El segundo parámetro es Europa. En la medida en que Europa camina hacia un Estado transnacional la perspectiva de las cosas cambia. Cierto que la magnitud de las transformaciones sociales, en el camino de la globalización, produce vértigos y miedos que la ciudadanía trata de superar refugiándose en territorios tradicionalmente seguros. Sentir la idea de soberanía más cercana en un momento en que la toma de decisiones se escapa por arriba forma parte de los mecanismos psicológicos de busca de amparo. Al mismo tiempo, el valor de la soberanía pierde mucha intensidad. No se trata de dejarnos llevar por reacciones coyunturales. En el fondo se está planteando una cuestión de gran calado: conseguir que la democracia sea posible fuera del marco de los Estados nación tradicionales. Y es en torno a estas cuestiones, que conciernen a todos, que cabe el debate constitucional necesario. Hemos vivido las soberanías excluyentes, que chocan unas contra otras y se repelen, hay que empezar a pensar en términos de soberanías incluyentes, espacios transnacionales que, como escribe Ulrich Beck, "favorecen la acción de las partes porque la cooperación despliega potencialidades, no las reduce".

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