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Campo de batalla

Las tropas comunitarias de Alberto Ruiz-Gallardón ya están en el cerro de Garabitas dispuestas a tomar la Casa de Campo sin disparar un solo tiro ante la pasividad de las fuerzas municipales encargadas de su custodia. En su cuartel general, José María Álvarez del Manzano no sabe a qué santo encomendarse para que le ilumine en este conflicto de incompetencias. En su entorno surgen las voces críticas de la beligerante oposición de izquierdas, que le recrimina por su abandonismo, Juan Barranco se tira al monte y denuncia que la estrategia del invasor Ruiz-Gallardón estriba en perjudicar al Parque de Atracciones de la Casa de Campo en beneficio de su polémico y mimado proyecto de parque temático en San Martín de la Vega, obstaculizado por yeseros insumisos que reivindican sus yacimientos.El general Manzano sabe que lo que pretende la insumisa oposición es ponerle en el brete de enfrentarse en una lucha fratricida con las huestes de Ruiz-Gallardón, una lucha interna que minaría las fuerzas populares en vísperas de campaña electoral.

Es un tema vidrioso y de difíciles lealtades, salvo para los guerrilleros ecologistas, que sólo quieren que les dejen en paz la Casa de Campo y, por tanto, apoyan, caiga quien caiga, la anexión comunitaria, que implica un mayor grado de protección ambiental.

"Poner a la Comunidad a vigilar la Casa de Campo es como poner a la zorra a cuidar de las gallinas", dijo el portavoz municipal de Izquierda Unida, Franco González, cuando vio las primeras banderas comunitarias aleteando gallardamente sobre la emblemática posesión que fue cazadero y picadero de reyes antes de serlo del pueblo madrileño, y sobre todo del pueblo capitalino, si me permiten el giro, porque los habitantes de los otros pueblos de la Comunidad ya tienen bastante campo para ellos solos (o lo tenían hasta hace unos años), y cuando vienen a la capital prefieren las aglomeraciones urbanas a los esparcimientos bucólicos.

Puede que la zorruna comunidad que advierte Franco González no pretenda otra cosa que desplumar el gallinero a medio plazo, pero, aunque su denuncia y la de Juan Barranco parezcan serias y documentadas, cualquier tipo de protección puede ser un alivio, venga de donde venga, por muy condicionada o manipulada que parezca, aunque en ella se insinúe la garra de la zorra bajo la pata del cordero.

De momento, el gallinero de la Casa de Campo está bajo la protección municipal, sometido a la férula de José María Álvarez del Manzano, que, fiel a su irreprimible vocación, ya había autorizado la reforma y ampliación del triángulo del Parque de Atracciones, donde, entre otras felices iniciativas, se piensa construir (¿lo adivinan?) un aparcamiento de cinco hectáreas y un tren monovía para que los clientes no tengan necesidad de usar el coche ni el aparcamiento (¿?).

Si hemos de creer a Juan Barranco, la pugna entre el alcalde y el presidente se reduce a una riña infantil por sus juguetes; el niño Gallardón quiere un juguete nuevo y multinacional en pleno campo y Manzano, que ya no es tan niño, quiere que le arreglen su juguete de siempre y, sobre todo, que le pongan en él un aparcamiento como es debido.

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Pero la Casa de Campo es algo más que un juguete, recuerdan los ecologistas: es un pulmón que necesita Madrid para no asfixiarse, un pulmón degradado al que le sacan el fuelle los automóviles particulares y las grandes concentraciones multitudinarias, convocadas o autorizadas por el municipio.

El Ayuntamiento es el gran proxeneta de la Casa de Campo, y se ocupa sobre todo de la explotación de sus recursos económicos. Si el alcalde sigue protegiéndola así, pronto construirán en ella una autopista de peaje que acorte en unos minutos el trayecto hacia el ocio programado y de pago. Gallardón a lo mejor se contentaba con transformarla definitivamente en un Safari Park soltando a las fieras del Zoo para que nos asusten y nos vayamos todos a divertirnos a San Martín de la Vega.

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