El cuarto supuesto
Es un hecho que la mayoría de colectivos opuestos a la regulación del aborto como no sea para prohibirlo aducen toda clase de razones, y de sinrazones muchas veces, en apoyo de su posición particular. En ese rosario de argumentaciones se mezclan la apelación a intangibles cuestiones de principio (la vida es sagrada, etcétera) con la entusiasta adhesión a postulados científicos (existe vida desde el mismo instante de la fecundación, etcétera). No son las únicas, aunque sí las más relevantes. Lástima que criterios tan estrictos sólo sean esgrimidos por sus defensores en lo que puedan valer para oponerse a la interrupción del embarazo, y que no hagan extensivos a otros aspectos de la compleja actividad humana los indudables beneficios de una actitud tan racional. No parece que la Iglesia católica, militante hasta el extremo en este asunto, o cualquier otra agrupación de carácter religioso, sea la institución más adecuada para acogerse a los dictados de la ciencia en apoyo de sus opiniones sobre la moralidad de las conductas: cualquier análisis sobre su trayectoria institucional en lo que afecta a ambas cuestiones, ciencia y moralidad, basta para comprender que ni puede autoproponerse como ejemplo ni resulta precisamente ejemplar para los colectivos que prefieren entregarse a otro tipo de creencias. Se entiende que a esa institución le resulte repulsiva la sola mención del aborto, pero por las mismas razones que aconsejan no mentar la soga en casa del ahorcado. Calificar alegremente de asesinato la interrupción voluntaria del embarazo supone echar mano de ese tremendismo que delata la debilidad argumental de la orientación que se defiende. Sobre el carácter sagrado de la vida humana no cabe duda alguna, siempre que se entienda como prohibición de matar, para lo que no se ve la necesidad de mezclar a ningún dios en el asunto. No hará falta decir que las personas, mayoritariamente hombres, se han matado desde siempre entre sí a gran escala en lugar de observar ese dictado y que no parece próximo el momento en que dejen de hacerlo. Y en cualquier caso, si se pone el acento en la atribución de lo sagrado a la concepción de la vida humana, habrá que convenir en que se trata de un asunto demasiado serio como para que la sociedad lo abandone en manos del azar. Porque es el azar muchas veces, y no el deseo de concebir una nueva vida, el que lleva a una mujer a quedar embarazada. Bastante problema, personal y social, supone una situación de esa clase como para verse agravado por la amenaza de una penalización que condena a la mujer al suplicio de la incertidumbre o al horizonte de la prisión y el estigma social. Si la apelación a la racionalidad en el debate sobre este asunto se hiciera extensiva a todos los aspectos que lo identifican, no habría problema en aceptar que la decisión de tener o no descendencia es tan seria que resulta socialmente atávico fiarla sólo a la casualidad. Penalizar ese efecto indeseado de la sexualidad es como prohibir el tráfico para terminar con los accidentes. El desdén hacia los autoproclamados defensores de la vida, y hacia sus inspiradores, tan permisivos con el trucaje de imágenes del feto comiendo bollycaos o rogando a su albergadora que no lo asesine, debe reforzar el respeto hacia la voluntad de la posible futura madre en la solución de un problema que tanto le concierne.
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