Institución, ruido y sexo
ABORTO. Te levantas el lunes y eliges el relato histérico de varios autores: Yanes and his boys. Una de obispos con sugestivo título: Licencia para matar. Se trata de una actualización de la matanza de los santos inocentes por Herodes, sólo que en este caso el papel de Herodes lo desarrollan unas madres despiadadas que se dedican a quedarse preñadas para matar a sus hijos por placer nada más empiezan a gestarse. Una historia de buenos y malos: las madres, malas, por supuesto, pero también la parte izquierda de la tribu que desafía a Dios y a sus representantes. Los buenos son los sumos sacerdotes, que, si bien no se inmutaron en otro tiempo ante los crímenes selectivos, ven vida, no ya en un árbol, sino en la pequeña semilla que cae en la tierra para ser fecundada: una gota de semen desperdiciada es un aborto, un crimen. Aunque actualizada, la historia parece vieja y, si bien no llega a describir una cruzada, por su carácter de relato abierto amenaza al lector con una guerra santa en próximas entregas: tal vez llegue a ser excomulgado un monarca si al contrario que el casi beato Balduino de Bélgica se viera comprometido a firmar una ley semejante.PORNOGRAFÍA. Jaime Gil de Biedma fue siempre miembro del jurado de un reputado premio de narración erótica y solía decir que su valoración de las obras estaba en relación con la mayor o menor excitación que le producían. Seguramente se trataba de una broma de aquel escrutador de calidades literarias que no perdía nunca la ocasión de exhibir un humor excelente. Si ahora se hubiera asomado a Internet para conocer la obra prolija del fiscal Starr sobre las guarrerías de Clinton y Lewinsky, el relato grotesco no habría alcanzado ni uno de los últimos puestos de la clasificación de ese premio. Luis Berlanga, que también juzga esas obras y gusta del coleccionismo pornográfico, es posible que no encontrara materia excesivamente seductora en las aficiones eróticas del presidente americano ni en los servicios que le prestaba la señorita Lewinsky. Algún crítico literario, con ciertas patologías sexuales, quizá hallara un poco de escándalo en esta sucesión de felaciones. Y quien sí podría encontrar una atractiva línea de investigación en ese informe es un psiquiatra. Que no sea, por favor, uno que padezca de ese respeto untuoso por las instituciones que parece exigirse tanto ahora. El protagonista del relato, míster Clinton, es toda una institución, como lo es el narrador Starr. Y ni una institución ni la otra merecen a estas alturas ningún respeto. La primera, porque con sus titubeos, sus perdones y sus tribulaciones, más que una institución es ya un trapo. Y la segunda, un psicópata detrás de la mirilla del pudridero. Para hacerse una idea del respeto que a veces merecen las instituciones no es preciso sino imaginarse a Arafat esperando a ser recibido por Clinton mientras Mónica Lewinsky, en plena salivación, se entretenía con él en su lugar de trabajo.
ALGARADA. Va el pobre presidente del Gobierno y llama algarada a la reunión de los socialistas en Guadalajara y hasta Borrell se irrita. No es para tanto. Tienen que entenderlo: fue siempre un estudiante sosegado que no tuvo que correr como ellos delante de los grises, un opositor aplicado que no comprendía cómo se podía perder el tiempo de estudio en las algaradas de la Universidad para acabar con el franquismo. Seguro que en su casa, su padre, llamaba algaradas a esos modos de disidencia con vocerío. Luego, la vida lo llevó a los mítines, que son algaradas, pero se las organizaba Álvarez Cascos. Por costumbre, por tradición familiar, los únicos guirigayes masivos que para él podrían no constituir algarada eran las manifestaciones ante Franco de la plaza de Oriente. Hay que comprenderlo: su formación del espíritu nacional fue la que fue. Cuando vio la calle de Génova poblada de banderas nacionales en noche electoral, casi sin aceptar el resultado en las del 93, no debió de parecerle aquello una algarada. Ahora ha recordado la palabra y no habrá sido por molestar, sino imbuido de su responsabilidad de estadista. Por Felipe González deben de saber los socialistas que a los estadistas les molestan mucho las sublevaciones que no organizan ellos. Dijo algarada porque es una palabra con la que la gente de orden ha descrito siempre cualquier manifestación. No debió pensar en lo que significa en su primera acepción: "Tropa de a caballo o correría de esa tropa". Y menos en la segunda: "Vocería grande causada por una algarada o por un tropel de gente". Según sus informaciones, no eran tantos.
POSDATA. Ardanza repite, sin que nadie se atreva a desmentirlo, que la Constitución está obsoleta. ¿Habrán hecho en Lizarra el borrador de una nueva? Quizá lo sepamos hoy, que llega el presidente.
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