En el momento justo
EL DEBATE en el Congreso sobre el proyecto de Ley de Reforma del Impuesto sobre la Renta (IRPF) presenta una novedad decisiva sobre las posiciones del Gobierno y de la oposición con anterioridad sobre el mismo tema. El motivo central de la discusión se ha trasladado al coste que tendrá para los ingresos públicos la reducción sustancial del IRPF; y a si son las rentas más bajas, como defiende el Gobierno, las que resultan más favorecidas por los nuevos tramos del impuesto que será operativo ya para las rentas de 1999, o si, por el contrario, como sostiene el PSOE, es más beneficiosa para las rentas más altas. Casi nadie discute ya que el proyecto implica una reducción efectiva del impuesto sobre la renta; tampoco se cuestiona que esta rebaja de impuestos es beneficiosa para la economía y para la armonización de los tipos de gravamen españoles con los del ámbito de la Unión Europea. Mantener un tipo marginal máximo del 56% en el ámbito de países en los que se tributa como máximo entre el 30% y el 40% era un error tributario y un castigo innecesario para los ciudadanos que pagan, que exigían una pronta corrección. El tipo marginal máximo que propone el Gobierno, el 48%, aproxima bastante la carga fiscal española a la media europea.En términos políticos, es difícil oponerse a una rebaja de los impuestos que pagan los ciudadanos. Mal puede resistirse globalmente a ella un partido como el PSOE que, de haber continuado gobernando, probablemente hubiera acometido una reforma en la misma dirección, aunque de diferentes contenidos y con otra redistribución. Resulta complicado negar que existe un acuerdo tácito o implícito en la sociedad, percibido por los partidos políticos, sobre la necesidad de bajar los impuestos de los que los pagan. En términos económicos, el recorte del IRPF llega en el momento justo, cuando la crisis financiera empieza a deteriorar la confianza de las familias y puede verse frenado el consumo privado, para inyectar dinero en los ciudadanos y reactivar las expectativas de compra. La nueva ley del IRPF resulta, pues, no solamente una corrección fiscal necesaria para aliviar la carga tributaria excesiva sobre la imposición personal, sino que además su aplicación resultará posiblemente muy oportuna para reactivar la demanda desde el momento en que, a partir del 1 de enero, comiencen a aplicarse las rebajas en las retenciones.
Entrando de lleno en el debate parlamentario, es discutible que el nuevo IRPF favorezca a las rentas más bajas, como pretende el Gobierno. Un examen detallado de la estructura y tramos del nuevo impuesto parece sugerir lo contrario. El recorte de los marginales mínimos de dos puntos -del 20% al 18%- implica un ahorro mucho menor para las rentas bajas que los ocho puntos, del 56% al 48%, que ahorrarán los perceptores de ingresos elevados. La crítica de los socialistas -que consideran regresivo el mínimo personal, fijado en 1.100.000 pesetas más la deducción por hijo, en cuanto que una deducción lineal en la base es un ahorro menor para quien menos tributa- es difícil de rebatir; y el mismo argumento puede aplicarse a las deducciones lineales por vivienda.
También es criticable la indefinición sobre el coste de la reforma. Resulta inquietante la unanimidad con que varias instituciones económicas de prestigio han calculado en más de 750.000 millones de pesetas la pérdida de ingresos del Estado, cuando el Gobierno reconoce tan sólo 375.000 millones. La equidad de una reforma tributaria tan importante como la del IRPF no sólo debe medirse en función de las ventajas que obtengan los ciudadanos por ese impuesto, sino por el equilibrio que permite mantener con el resto de los gravámenes. Sería un error que a una rebaja del IRPF siguieran subidas en otros impuestos, como los indirectos, debido a un cálculo erróneo de los costes para el erario público.
El Congreso ha aprobado el nuevo IRPF; queda el trámite en el Senado. Es inevitable preguntarse por qué el Gobierno ha menospreciado la persecución del fraude fiscal. Un país no puede estabilizar su fiscalidad en niveles reducidos, si no evita la fuga de rentas. Cuanto mayor sea el volumen de fraude fiscal, mayor será la necesidad futura de aumentar los impuestos. Esto es casi un axioma. El Gobierno debería reflexionar y paliar los problemas de la Agencia Tributaria, que pueden convertirse, de nuevo, en un problema político grave.
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